LA PRUEBA DEFINITIVA
¡Qué pronto ha vuelto a llegar la Navidad! Los días, semanas y meses pasan volando, y termino sorprendido y resignado ante el hecho de que la temporada navideña ha llegado una vez más. No es que no me guste. Me encantan los hermosos villancicos que todos conocemos, el vibrante entusiasmo y la oportunidad de expresar buenos deseos tanto a amigos como a desconocidos con imparcialidad.
Con todo, esa sensación tan familiar puede robarme la alegría si me descuido. Termino tomando los planes del año pasado, haciéndoles algunos ajustes y pegándolos en el calendario de este año. «Con tal de que me acuerde de hacer tal y cual cosa, no me olvide de esto y organice lo otro, todo debería fluir bastante bien».
Pero un momento. ¿Desde cuándo me conformo con un bastante bien? ¿Con salir del paso es suficiente? En vez de sentirme arrebatado por un amor exultante, ¿se me hacen pesadas las largas horas, el ajetreo y la alegría navideña de rigor? Me da vergüenza confesarlo, pero así es. De modo que este año quiero repensar la Navidad.
El nacimiento de Jesucristo, ¿qué nos aportó? Si tuviera que resumirlo en una sola palabra sería esta: prueba. ¿Por qué?
Su venida al mundo de los mortales fue prueba inequívoca de que somos amados. Fue la prueba de que siempre podemos confiar en las promesas de Dios y de que Su capacidad de moldear la Historia no tiene parangón. Por medio de Su Hijo, que tomó la forma de una criatura indefensa, Dios demostró que es veraz y digno de confianza y que vela por nosotros eternamente. Demostró, además, que está dispuesto a hacer cualquier cosa por integrarnos a Su familia. El nacimiento de Jesús fue el primer paso hacia nuestro renacimiento, como si Dios nos dijera: «Te valoro».
¿Cómo deberíamos entonces celebrar esta temporada sensacional? ¿Con comidas, canciones, regalos, amigos, familiares, risas, recuerdos y multitud de detalles? Sí, desde luego, pues «toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto» 1.
Pero hay más. Démonos el lujo de gozar del sentimiento navideño como si fuera la primera vez. Sigamos esa estrella luminosa que llevamos en el corazón, no para llegar a un establo terrenal, sino a Aquel que está con nosotros en todas partes. Arrodillémonos ante nuestro magnífico Salvador y ofrezcámosle lo que más desea: nuestro tiempo, honra, atención y amor.
Que se enorgullezca de nosotros al vernos celebrar, no solo Su nacimiento, sino también nuestra vida con Él para siempre. Eso ya estará mejor que bastante bien. Es más, será fabuloso.