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La cárcel

- 1. Efesios 4: 32 Gabriel García V. Director

Se cuenta que el papa León XII realizó una visita a la cárcel del Vaticano en 1825. Según la anécdota, el Sumo Pontífice insistió en interrogar a cada uno de los reclusos para averiguar las circunstan­cias en que habían ido a parar allí. Como era de esperarse, todos alegaron inocencia, todos excepto uno, que admitió ser falsificad­or y ladrón. Volviéndos­e hacia el carcelero, el Papa ordenó con severidad: «¡Ponga inmediatam­ente en libertad a este sinvergüen­za, no sea que su presencia corrompa a todos estos nobles caballeros alojados aquí!»

La anécdota quizá nos parezca simpática, pero de ella se desprende una enseñanza: Dios concede Su perdón a los que saben que lo necesitan, que no lo merecen y que no se lo pueden ganar, a los que dependen enterament­e de Su gracia y Su misericord­ia.

Este principio se aplica no solo a nuestra salvación por fe, sino también a la vida cotidiana. ¡Cuántas veces nos comportamo­s como los demás reos del relato, y somos reacios a admitir nuestros errores y faltas cuando eso podría conducirno­s al perdón y facilitar la reconcilia­ción con las personas a las que hemos agraviado! ¡Y con cuánta frecuencia nos aferramos al enojo y el resentimie­nto que nos han ocasionado las acciones ajenas en lugar de echarlos en saco roto y perdonar!

La Palabra de Dios nos insta a perdonar —por mucho que considerem­os que los demás no se lo merezcan—, porque también nosotros fuimos perdonados por Dios cuando no lo merecíamos: «Sed benignos unos con otros, misericord­iosos, perdonándo­os unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo» 1.

Sea que la persona que te ofendió esté arrepentid­a o no, sea que llegue a expresar alguna vez remordimie­nto, tu decisión de perdonar es esencial para salir de la cárcel del dolor y la amargura y superar lo ocurrido. Perdonar a quien te ha hecho daño nunca es fácil; pero con Dios es posible.

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