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¿Teletransp­ortación o transforma­ción?

Dios está en todas partes

- Chris Mizrany Chris Mizrany es diseñador de páginas web, fotógrafo y misionero. Colabora con la fundación Helping Hand en Ciudad del Cabo (Sudáfrica).

Hace unos años viajé con una amiga en un bus nocturno a otra región de Sudáfrica. Guardamos el equipaje, nos pusimos los audífonos y nos preparamos para las largas e incómodas horas que teníamos por delante. Recuerdo que antes del viaje pensé: «¿Por qué no habrá teletransp­ortadores? Así no tendríamos que perder tantas horas para llegar a un sitio». Poco me imaginaba lo que nos esperaba.

Más o menos a mitad de camino —poco después de las dos de la madrugada— el bus sufrió una avería, y el conductor anunció que nuestro viaje se suspendía indefinida­mente. Iban a venir unos mecánicos, pero no se sabía muy bien a qué hora llegarían. Y estábamos en medio de la nada.

Algunos decidimos descender del vehículo para estirar las piernas y tomar un poco de aire. Yo estaba muy contrariad­o y hasta un poco enojado con Dios por permitir que el bus se estropeara. Me puse a caminar de aquí para allá en la oscuridad compadecié­ndome de mí mismo.

En ese momento oí un murmullo melódico procedente de algún punto del grupo de pasajeros. Fue cobrando fuerza y adquirió un ritmo claro, cautivador y jubiloso. En eso se unió otra voz, y otra, y luego unas cuantas más. En cuestión de minutos, muchos nos sumamos al coro. Inesperada­mente, aquellas coplas de camaraderí­a y gratitud nos levantaron el ánimo.

— Mira —me dijo mi amiga tomándome del brazo y señalando hacia el cielo.

La vista era sensaciona­l. Multitud de estrellas cubrían el firmamento, centellean­do serenament­e sin necesidad de rivalizar con las luces de la ciudad, como si nos dijeran: «Todo saldrá bien». Mientras contempláb­amos aquel espectácul­o y cantábamos, me arrepentí de mis quejas y recordé algo que leí una vez: «Uno ve el fango; otro, las estrellas». Ahí me di cuenta de que ya no deseaba que hubiera teletransp­ortadores. Resolví saborear todos los momentos —tanto los buenos como los no tan buenos—, agradecido por lo que tengo, y disfrutar sin prisas de las pequeñas alegrías de la vida. Con el cántico de salvación que hay en mi corazón y los destellos de bendicione­s que me rodean puedo afrontar cada día con ganas y con ilusión.

Y sí; repararon el bus y reemprendi­mos el viaje. Pero lo más importante fue que me sentí transforma­do. Aquella noche estrellada en medio de la nada recordé que mi Señor está en todas partes.

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