Amor total
Como niña con sus padres
Cuando mi hija menor tenía dos años, todas las noches la acostaba en su camita. A veces la tarea resultaba fácil, porque caía rendida y se dormía en cuestión de minutos. Pero otras veces su obstinación chocaba con la mía y el enfrentamiento era tenaz. A la larga, sin embargo, siempre se dormía plácidamente. (¡Mamá ganaba!)
Aquellos dulces sueños apenas me daban tiempo para meterme en la cama y quedarme profundamente dormida. Acto seguido, sin falta, mi niña se despertaba y decidía que era hora de pasarse a la cama de papá y mamá.
Se bajaba de su camita, juntaba todos sus cachivaches que consideraba importantes y se venía a nuestra cama. Nos despertaba con mimos y lloriqueos.
— Quero dormir cama grande — decía.
Siempre la acogíamos y la ayudábamos a acomodarse. Nos pasaba todas sus cosas: tacita, almohadita, manta, muñeca, peluche, etc. En cuanto se había instalado como principal ocupante de la cama, se volvía a dormir, generalmente con la cara pegada a la de uno de nosotros. Así pasamos noche tras noche durante años.
Aquel tierno ritual era como una analogía del amor que Dios me demuestra día a día. Me veía a mí misma como una niña desvalida y desorientada, tratando de llevar a los brazos de Dios un montón de trastos que a mí me parecían importantes. Y Él no me expresaba otra cosa que ternura. Solo quería reconfortarme y abrazarme. Nunca se mostraba molesto conmigo, igual que nosotros nunca sentimos otra cosa que amor por nuestra importuna visitante nocturna.
Todavía recuerdo con cariño lo dulces que fueron esas noches acurrucada junto a mi hija y la ternura con que Dios me susurraba que me amaba. Me dio a entender que yo con Él podía hacer lo mismo que hacía mi hija, quien no dudaba en invadir nuestro espacio y manifestarnos su necesidad, sin el más mínimo temor a ser rechazada.