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LA SONRISA DEL ABUELO

- Joyce Suttin Joyce Suttin ( de soltera Hancock) es docente jubilada y escritora. Vive en San Antonio, EE. UU.

Estaba cubierto por las típicas sábanas blancas de hospital y conectado a un enjambre de tubos y cables. Al acercarme, casi no lo reconozco. Estaba pálido, con las mejillas hundidas. Pero cuando abrió los ojos y me sonrió, casi no pude evitar desplomarm­e en sus brazos como siempre lo había hecho. El abuelo, a quien amaba más que a nadie en el mundo, había sufrido un grave infarto.

Siempre había sido mi mejor amigo, así como mi confidente y consejero cuando tenía conflictos con mis amigas o con mis hermanos. Yo era la menor de mi familia, una chica tímida, desgarbada y muy insegura de sí misma. Pero el abuelo siempre sabía darme el toque de ánimo que me hacía falta. Si necesitaba alguien con quien jugar, él venía a jugar conmigo. Si necesitaba un paño de lágrimas, sabía dónde encontrarl­o; los cálidos y fuertes abrazos del abuelo eran lo más reconforta­nte para mí. Si tenía que corregirme, lo hacía con firmeza, pero sin brusquedad. Me llegaba hasta lo más hondo del corazón y me motivaba a cambiar para bien. También rezaba mucho, y siempre me recordaba que la oración era la fórmula más segura para conseguir que pasaran cosas buenas.

Yo tenía 14 años. Apenas dejaba atrás la niñez cuando nos avisaron que fuéramos al hospital. Uno a uno, desde el mayor hasta el menor, se nos permitió entrar a la habitación del abuelo para verlo unos momentos.

Después de una sonrisa y de un débil pero alegre hola, el abuelo me tomó la mano.

—Joyce, siempre has sido mi nietecita benjamina predilecta — dijo—. Entiendo que a veces te cueste encontrar tu lugar. A menudo no sabes qué hacer y te preocupa que nunca llegues a ser gran cosa. Pero quiero que sepas que Dios te ama y tiene un plan para ti.

Mamá me tocó suavemente el hombro y me condujo fuera de la habitación.

— El abuelo necesita descansar —me dijo.

Dos días más tarde volví a verlo. Estaba vestido con su traje más

elegante y yacía en un ataúd. Casi abrumada por la fragancia de tantas flores, pasé unos últimos momentos con él. En esa ocasión sus brillantes ojos azules no se abrieron. Temblé de miedo y emoción al acercarme, pero entonces observé su rostro. Su radiante sonrisa me aseguró que todo estaba bien. El abuelo había muerto tal como había vivido: sonriendo. Durante varios días la gente habló de su sonrisa. Hasta el señor de la funeraria dijo que había intentado durante horas cambiar su semblante, porque nunca había visto nada igual y le parecía un poco inquietant­e. El abuelo no nos dejó mucho dinero ni bienes: su último deseo y testamento fue la sonrisa de paz y satisfacci­ón dibujada en su rostro.

Mi familia siempre había asistido a la misma iglesia, en un pueblito tan pequeño que ni siquiera aparece en un mapa del noreste de los Estados Unidos. Todos los domingos el abuelo llegaba 20 minutos tarde como mínimo. Y todos los domingos llegaba con un grupo de unos 30 niños a la zaga. Ese había sido su pequeño apostolado. Reunía a los niños de las familias pobres que vivían en los cerros y los llevaba a la iglesia.

Una vez sucedió que mi padre dio su apellido cuando estaba en un banco de una ciudad de la zona, y un joven empresario lo oyó.

—¿Hancock? —preguntó—. ¿Por casualidad tiene usted algún parentesco con Ed Hancock?

Procedió a contarle que de niño se había criado en los cerros y que todos los domingos sin falta mi abuelo lo llevaba a la iglesia.

—De eso tengo recuerdos muy gratos; pero lo que realmente transformó mi vida fue lo que me dijo un día: «Sé que vienes de una familia pobre y te parece que nunca serás gran cosa. Pero ten la certeza de que Dios te ama y tiene un plan para ti».

Para mí fue una lucha conservar la fe en la secundaria y en la universida­d, rodeada de profesores ateos y amigos escépticos. A veces yo misma dudaba de mis conviccion­es. Pero aun en los peores momentos prevalecía el recuerdo de la sonrisa y la fe de mi abuelo.

Hace cuatro decenios que decidí entregarle mi vida al Señor y ver qué haría Él con alguien insignific­ante como yo. Desde entonces he misionado en diez países, transmitie­ndo el amor de Dios y llevando a la gente a conocer a Jesús. He superado mi timidez, me he dirigido a grupos numerosos de personas, he dictado seminarios y he tenido por alumnos a cientos de niños, adolescent­es y jóvenes adultos. He hecho muchas cosas que aquella tímida y azorada adolescent­e de 14 años ni soñaba que haría.

Aun hoy, Dios no deja de poner en mi camino personas que me inspiran gran afecto. Percibo sus temores y su timidez y las tomo de las manos. Sin pensarlo, me salen las palabras: «Entiendo que a veces no sepas qué hacer y te preocupe lo que serás. Pero Dios te ama y tiene un plan para ti».

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