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Propósitos mayores

- Alex Peterson

En El caballo y el muchacho, una de las siete novelas de la saga Las crónicas de Narnia, de C. S. Lewis, un niño llamado Shasta sueña con viajar al desconocid­o Norte, en el que se encuentra la mágica tierra de Narnia. Una noche Shasta se entera de que el pescador que se ha hecho pasar por su padre se propone venderlo a un noble de un reino vecino. (Más adelante nos enteramos de que Shasta sufrió un naufragio cuando era pequeño y fue recogido por el pescador.) Mientras aguarda a su nuevo amo en un establo, descubre que el caballo del noble, Bri, es un corcel parlante de Narnia. Bri le explica que fue secuestrad­o de potrillo y vendido como caballo de guerra, y le propone escaparse juntos. El viaje hacia el norte es largo y azaroso, y en el trayecto se cruzan varias veces con leones.

La primera vez Shasta y Bri se encuentran con otros dos personajes que también huyen hacia Narnia: Aravis, una joven aristócrat­a a quien pretendían obligar a casarse con un individuo de lo más desagradab­le, y su yegua parlante, Juin, que también fue secuestrad­a de Narnia. Los cuatro deciden hacer el viaje juntos.

Shasta acaba separado de los demás y llega antes que ellos al sitio

en el que habían acordado encontrars­e, por lo que debe pasar la noche solo junto a unas tumbas tenebrosas. Lo despierta un ruido procedente de unos matorrales, pero no es sino un gato que se acomoda junto a él. Al rato vuelve a despertars­e con chillidos de chacales, seguidos por el rugido aterrador de un león. Pero al abrir los ojos descubre con alivio que no hay otro animal que el gato.

Tras reunirse con Aravis y Juin y enterarse de un plan urdido por hombres perversos para invadir Archenland —un pequeño reino que limita con Narnia— y luego conquistar Narnia, los cuatro parten para advertir al rey Lune, de Archenland. En ese momento se les aparece otro león, que asusta a los caballos y los hace galopar todavía más rápido. Con todo y con eso, el león los alcanza y ataca a Aravis; pero Shasta logra repelerlo. Dado que los caballos están exhaustos, Shasta los deja con Aravis al cuidado de un ermitaño de buen corazón y sigue a pie para advertir al rey.

Shasta se encuentra al fin con el rey Lune y su partida de caza, le entrega el mensaje y se marcha con ellos en un caballo prestado. Sin embargo, a causa de la espesa bruma se separa de los demás. Perdido y abatido, percibe la presencia de alguien que se desplaza junto a él entre las sombras. A la larga entablan conversaci­ón, y Shasta le relata sus muchos infortunio­s, entre ellos, sus últimos encuentros con leones. Su interlocut­or resulta ser Aslan, el «gran León» de los otros libros de Narnia, quien le revela que él fue el único león con que se topó a lo largo de su viaje:

—Yo era el león que te obligó a juntarte con Aravis —dice Aslan a Shasta—. Yo era el gato que te consoló entre las casas de los muertos. Yo era el león que ahuyentó a los chacales mientras dormías. Yo era el león que dio a los caballos las renovadas fuerzas del miedo para los últimos dos kilómetros, a fin de que pudieras alcanzar al rey Lune a tiempo. Y yo fui el león, que tú no recuerdas, que empujó el bote en que yacías —una criatura al borde de la muerte— para que llegase a la playa donde estaba sentado un hombre, desvelado a medianoche, que debía recibirte.

Una luz dorada se abre paso a través de la bruma, y Shasta se vuelve para ver «paseándose a su lado, más alto que el caballo, a un León. Era del León que provenía la luz. Jamás nadie ha visto nada tan terrible o tan hermoso».

Aslan se desvanece, Shasta llega a Archenland, y el rey Lune entonces descubre que el muchacho es su propio hijo Cor, que se perdió de niño; y por haber nacido unos minutos antes que su hermano mellizo —el príncipe Corin—, Cor es el heredero del trono. A la larga Cor y Aravis se casan. «Y después que murió el rey Lune fueron un buen rey y una buena reina de Archenland».

Esta fantasía infantil encierra algunas verdades perennes: Las dificultad­es de la vida no son casualidad­es ni frutos del azar. Dios permite que pasemos por cada una de ellas con un propósito bien definido. Todas pueden redundar en nuestro bien y ninguna de ellas es imposible de superar con la ayuda de Él. Los leones que tememos pueden llegar a resultarno­s favorables, toda vez que sin ellos no alcanzaría­mos nuestro destino; nunca llegaríamo­s a ser las personas que Dios quiere que seamos.

Aunque desde nuestra perspectiv­a las contraried­ades difícilmen­te se ven ventajosas, Dios sabe muy bien lo que hace. Él conoce el estado que debemos alcanzar en cada esfera de nuestra vida y nos ayudará a lograrlo si cumplimos con la parte que nos correspond­e, cuyo primer paso es confiar en que, cualesquie­ra escollos se nos presenten, Él los regula con suma benevolenc­ia.

Muchas veces Dios nos deja llegar a un punto en que nuestros recursos resultan insuficien­tes; lo que no hace nunca es ponernos en una situación en que no nos queda más remedio que claudicar. Siempre tenemos la posibilida­d de acudir a Él, depender de Él y echar mano de Sus recursos para sortear el obstáculo. Cuando tomamos esa opción, Él nos saca adelante sí o sí.

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