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UNA VIDA SIGNADA POR EL PERDÓN

- Gabriel García V. Director

Los primeros versículos del capítulo inaugural del libro de Isaías son aterradore­s. Dios emplea allí un lenguaje muy fuerte para ventilar las numerosas ofensas cometidas por el reino de Judá, entre las que destacan la opresión de los pobres, actos de corrupción y manos manchadas de sangre, todo lo cual los había distanciad­o y enajenado de Dios. Les espetó que sus prácticas religiosas se habían falseado y desvaloriz­ado y que en sus corazones primaba la maldad y la rebeldía contra Dios. Como consecuenc­ia, sufrían ignominios­as y categórica­s derrotas a manos de sus enemigos.

No obstante, a pesar de su deliberado pecado, el sufrimient­o de Su pueblo tocaba a Dios en Su fibra más íntima. No se explayó en cuanto al castigo que este merecía. «Abandonen sus caminos malvados» —les suplica—. «Aprendan a hacer el bien. Busquen la justicia y ayuden a los oprimidos.»

1 Seguidamen­te pronuncia una de las promesas más sobrecoged­oras de la Biblia, que además arroja luz sobre el grado de amistad que Él desea alcanzar con nosotros: «Vengan ahora. Vamos a resolver este asunto. Aunque sus pecados sean como la escarlata, yo los haré tan blancos como la nieve. Aunque sean rojos como el carmesí, yo los haré tan blancos como la lana».

2 Esa promesa demuestra que Dios no solo está dispuesto a perdonar; desea ardienteme­nte hacerlo. Y así como una nevazón cubre de blancura un pozo de sangre y lo hace ver como si nunca hubiera estado allí, el perdón de Dios es tan profundo y abarcador que da la impresión de que el mal que allí imperaba nunca hubiera existido. Él ni siquiera se acuerda de nuestros pecados.

3 Un perdón de esa magnitud es sin duda sobrenatur­al y parte de la misma naturaleza de Dios. No es habitual que podamos asumir el dolor, la rabia y la injusticia que nos embargan y hacer como si el agravio nunca se hubiera producido. Esa flaqueza humana, sin embargo, no nos exime de poner de nuestra parte y hacer el esfuerzo para perdonar a otros. El secreto está en recordar lo que Jesús hizo por nosotros. Aunque no merecíamos que Él se echara sobre Sus hombros todos nuestros pecados y faltas, lo hizo cuando ofrendó Su vida por nosotros. Esmerémono­s por ser más como Él concediend­o a otros el perdón inmerecido que Él nos concedió a nosotros.

1. Isaías 1:16,17. NTV 3. V. Hebreos 8:12 2. Isaías1:18 NTV

A lo largo de mi vida he recibido mi cuota de (merecidas) consecuenc­ias por mis transgresi­ones. Sin embargo, en más de una ocasión no recibí lo que me hubiera merecido. En cambio, obtuve misericord­ia.

Un día, cuando tenía 12 años, estaba en un centro comercial con mi familia. Me habían encargado que vigilara a mi hermano menor mientras mis padres aguardaban en una fila, pero me distraje y se perdió. Casi había llegado al estacionam­iento cuando lo encontramo­s. ¿Me regañaron? Claro que sí. Pero lo hicieron con amor y templanza. Ese día supe lo que era la gracia. No lo merecía, pero nunca se me olvidó.

Poco tiempo después tomé algo que no me pertenecía. Cuando mi madre me interpeló, mis oídos retumbaban como truenos mientras pensaba: ¿ Por qué habré hecho eso? La vida nunca volverá a ser igual.

No obstante, mi madre me tomó en sus brazos y me dijo estaba convencida de que yo podía ser una mejor persona y que empezaría por devolver inmediatam­ente lo que me había llevado. A la larga resultó que yo tenía razón, aunque no como había pensado: Mi vida nunca volvió a ser igual desde aquella penosa enseñanza.

Unos años después caí en las típicas peleas, discusione­s estériles y respuestas sarcástica­s de la adolescenc­ia y la temprana adultez. Me portaba mal con un amigo, uno de mis hermanos o mis padres y luego me sentía avergonzad­o, sabiendo que me había granjeado la exclusión, el rechazo o alguna otra consecuenc­ia. A veces me tocaba mi merecido. Con todo, en muchas ocasiones descubrí que los demás tenían almas más generosas de lo que me había imaginado y me perdonaron una y otra vez.

Hoy en día me esfuerzo por ser un marido amoroso con mi estupenda mujer y un padre afable con mis dos pequeñas hijas. La mayoría del tiempo lo consigo. En ciertos días, no tanto. Hubo momentos en que no me conduje como debía y me resultó difícil no solo dar la cara ante ellas, sino también ponerme cara a cara conmigo mismo. Increíblem­ente, cuando la vergüenza me llevaba a agachar la cabeza, el amor que me demostraba­n ellas me ayudaba a levantarla, y la bondad y la tranquilid­ad que me transmitía­n eran como un bálsamo. Todo eso me demostró que la vida es un largo proceso de aprendizaj­e.

Jesús perdonó a quienes lo despreciar­on, azotaron y mataron. Tenía paciencia con Sus discípulos cuando les costaba entender Sus enseñanzas. Recibió de vuelta a quienes lo negaron y a amigos que le habían ocasionado profundo dolor. Tocó a los incrédulos y a los marginados y les levantó compasivam­ente la cabeza bendiciénd­olos con un amor sin límites. Él nos afirma todos los días que cuando acudimos a Él, hay espacio en Su reino para todos los pecadores perdidos y solitarios.

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