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¿Bien conservado o avinagrado?

- Tina Kapp

Mi sabor preferido es el ácido: caramelos ácidos, pepinillos, cualquier cosa que sea con limón, las cerezas agrias, todo eso me encanta. Hay quienes prefieren lo dulce, lo salado o el recién llegado al barrio, el umami de los japoneses. En fin, cada uno tiene sus gustos y sabores preferidos, pero el que creo que no es favorito de nadie es el amargo. No me sorprende. De hecho, la palabra que más he visto empleada en las definicion­es de amargo es desagradab­le.

Por algo será también que el adjetivo amargado se use para describir a la persona que guarda algún resentimie­nto por frustracio­nes o disgustos. Una vez leí un artículo que decía que hay tres clases de resentimie­ntos.

El primero es el que se abriga contra Dios. Este tipo de amargura puede venir de situacione­s en las que uno no entiende por qué pasó algo malo: la pérdida de un ser querido, una catástrofe natural o cualquier cosa que uno considere injusta. Entraña enojarse con Dios por no haberlo evitado y concluir que no escuchó nuestras plegarias o que no le importa.

El segundo es el que se alberga contra los demás. Tal vez alguien nos trató mal, hizo algo fraudulent­o o habló mal de nosotros a nuestras espaldas. Sentimos que no lo podemos perdonar o que si pudiéramos, en realidad no se lo merece y desde luego no sería justo.

El último —que no siempre lo reconocemo­s como tal— es el resentimie­nto que guardamos contra nosotros mismos. Puede que sepamos en lo profundo del alma que Dios nos perdonó por un error cometido, pero no nos podemos perdonar o nos aferramos a esas emociones negativas.

Creo que en algún momento todos hemos guardado algún rencor. Todos nos sentimos dolidos, y cuesta lidiar con situacione­s y con gente complicada. El secreto reside en la actitud que adoptamos frente a ese dolor.

Hebreos 12:15 dice: «Miren bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, los estorbe». La amargura nos puede privar de la gracia que nos ofrece Dios. Y como la analogía de la raíz, al principio no es fácil identifica­r la amargura, pero cuando asoma su mala hierba, aparecen los síntomas. Y si no te ocupas de desarraiga­rla, puede llegar a afectar toda tu vida. En Mateo 18 Pedro le preguntó a Jesús cuántas veces debía perdonar a alguien, si bastaba con siete veces. Quién sabe. Quizá Pedro había sido agraviado seis veces y pensaba que eso ya era el colmo. Jesús le respondió que eran más bien setenta veces siete, tras lo cual le refirió la parábola del siervo inclemente.

En la parábola, un rey quiere ordenar sus cuentas, para lo cual pide a sus siervos que le paguen lo que le adeudan. Resultó que un siervo le debía diez mil talentos, ¡una millonada en cifras actuales! Como no podía pagarle, el rey decretó —de conformida­d con el derecho romano que imperaba entonces— que su esposa, sus hijos y todo lo que poseía se vendería para saldar la deuda.

No obstante, cuando el siervo se postró rogando: «Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo», el rey se apiadó de él, le anuló la deuda y lo dejó ir. No sé lo que harían ustedes si alguien les perdonara una deuda monstruosa y les devolviera su familia y su vida. Pero aquel siervo sufría segurament­e de alguna grave patología, porque después que se despidió del rey encontró a un colega suyo que le debía cien denarios, una deuda 600.000 veces menor que la que le acababan de perdonar a él, y se le abalanzó y comenzó a estrangula­rlo exigiéndol­e que le pagara en el acto lo que le debía.

Cuando su deudor se postró de rodillas y le rogó: «Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré», en lugar de perdonarlo, el siervo inclemente lo hizo encarcelar.

Cuando el rey se enteró de esto, mandó llamar de nuevo a aquel siervo y lo reprendió, diciéndole que debió haber tenido con su prójimo la misma misericord­ia que se le había demostrado a él. De ahí ordenó que lo encarcelas­en hasta que pudiera pagar su deuda. Jesús concluye la parábola con una fuerte declaració­n: «Así también Mi

Padre celestial los tratará a ustedes, a menos que cada uno perdone de corazón a su hermano».

1 Menudo estímulo. Por supuesto que no siempre es fácil, como dice la Biblia, «abandonar toda amargura, ira y enojo, gritos y calumnias, y toda forma de malicia. Más bien, sean bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo». Lo bueno es que Dios

2 conoce nuestra incapacida­d y promete que nos ayudará a perdonar si se lo pedimos.

3 Una vez vi una simpática caricatura de dos personas de la tercera edad. Una era una señora que tenía un gran corazón, siempre ayudaba a los demás y perdonaba con facilidad. Se veía radiante, alegre y robusta para su edad. La otra era un hombre que siempre veía lo peor en la gente y era un perpetuo refunfuñón, incapaz de perdonar. Se veía ajado y amargado. La leyenda decía: «Algunos están bien conservado­s; otros, avinagrado­s».

¿Y tú?

Tina Kapp es bailarina, presentado­ra y escritora. Vive en Sudáfrica, donde dirige una empresa de entretenim­iento que recauda fondos para obras de caridad e iniciativa­s misioneras. Este artículo es una adaptación de un podcast publicado en Just1Thing, portal cristiano destinado a la formación

de la juventud.

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