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MI MES PERFECTO

- David Mizrany David Mizrany se dedica de lleno al voluntaria­do y a labores misioneras. Está vinculado a la fundación « Helping Hand » en Sudáfrica.

Hace poco llegué a una conclusión total y absolutame­nte prosaica: que no doy la talla, que no soy tan bueno como quisiera.

Desde luego sé que en esta vida nadie puede llegar a ser todo lo bueno que aspira a ser. Supongo que una forma más clara de expresarlo sería decir que tengo mucho que mejorar. Debo reconocer, eso sí, que no soy tan malo como podría ser gracias a que me crié con el amor y la amonestaci­ón del Señor en un hogar en que las reglas y el amor se aplicaban cada uno en su debida proporción. No obstante, el hecho indiscutib­le es que yo podría ser mejor.

Así pues, reconocien­do esta realidad, determiné que debería mejorar. Que podría hacerlo y que lo haría.

Ese fue el propósito que me hice a mediados de año. Resolví que durante un mes sería tan perfecto como me fuera humanament­e posible. No me enojaría. Sería servicial. Les daría ánimos a los demás. Tomaría iniciativa en el trabajo. No llevaría la contraria innecesari­amente. Sería religiosam­ente puntilloso en arreglar lo que desordenar­a. Etcétera.

Todo empezó magníficam­ente. Lavé la vajilla cada noche. Me mordí la lengua cada vez que alguna palabra impura o de enojo me brotara a los labios, independie­ntemente de quién creyera yo que tuviera la razón. Asistí puntualmen­te a todos los eventos programado­s. Leí la Palabra de Dios más de lo que acostumbra­ba. Con frecuencia se me veía limpiando y ordenando.

Todo lo anterior me duró casi dos semanas. A esas alturas, como suele pasar, el desafío fue perdiendo brillo. Hasta ese momento me había ido bien. Me había costado, aunque no terribleme­nte. Solo requería un poco de disciplina. Tenía dominada la situación. Claro que esa línea de pensamient­o aniquiló mi disciplina, de manera que aflojé mi empeño y me desconcent­ré.

Así empecé a desviarme de mi senda de rectitud. Hablé airadament­e una vez, luego dos. Algunas prendas de ropa y otros artículos se fueron instalando fuera de las estantería­s y

de los cajones asignados. Cierta mañana llegué tarde al trabajo. Luego, a la tarde siguiente, apilé la vajilla en el lavaplatos y la dejé ahí toda la noche.

Para entonces me di cuenta de que no había logrado cumplir mi propósito. Lo que siguió fue un desistimie­nto absoluto. ¿Qué importaría?

Como podrán darse cuenta, mi perfecto mes dejó mucho que desear.

Sin embargo, al terminar el mes y mirar en retrospect­iva me di cuenta de algo más. Las dos primeras semanas noté que la gente estaba contenta, se mostraba amable y agradecida y era menos pesada en recordarme mis deberes. A la tercera semana percibí un claro repliegue en dichas mejoras y hacia la última semana me pareció que las buenas actitudes desplegada­s hasta ese

momento por los demás habían dado lugar a impacienci­a, falta de colaboraci­ón, ingratitud y correccion­es machaconas.

Si los demás hubieran estado más dispuestos a ayudar todo este tiempo — suspiré con nostalgia—, tal vez lo hubiera logrado.

Naturalmen­te no tardé en darme cuenta que la recaída en mis viejos hábitos no estuvo motivada por la conducta de otras personas. Al contrario, fue mi percepción de los demás la que cambió cuando empecé a resbalar. A medida que mi tolerancia por los demás disminuía, los tildaba en mi interior de impaciente­s o criticones. Así como el amor engendra amor y el hierro con hierro se afila, mi actitud y comportami­ento

1 no solo incidía en el modo en que se comportaba­n los demás conmigo, sino que también les hacía difícil trabajar y convivir conmigo.

Mi mes perfecto fue un fiasco, ¿verdad? Pues sí y no. Que no fue un mes perfecto, no lo fue desde ningún punto de vista. Sin duda la embarré. No obstante, al fracasar en el intento aprendí importante­s enseñanzas que me quedarán grabadas por mucho tiempo, me ayudaron a crecer y —¿me atrevo a decirlo?— a mejorar.

No tengo que ser perfecto para mejorar. Ni siquiera tengo que ser mejor para hacer mejor las cosas. Simplement­e debo estar atento a ese silbo apacible y delicado de Dios y estar dispuesto a escuchar y aprender.

Jamás podré ser perfecto, pero siempre puedo mejorar.

Eso aprendí de mi mes perfecto.

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1. Proverbios 27:17
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