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SIN LAMENTOS

- Ruth McKeague

Un lunes por la mañana, como a una hora de haber empezado la jornada de trabajo, revisé mi correo electrónic­o. Triste decía el encabezami­ento de un mensaje personal. La curiosidad me venció y lo abrí. Triste ni siquiera atinaba a describirl­o. Me enteré de que nuestro amigo Roy había muerto repentinam­ente el día anterior. Iba paseando en bicicleta con su mujer cuando fue atropellad­o por un conductor que se dio a la fuga. Aquel texto nadaba delante de mis ojos. El resto del día estuve como en una especie de bruma.

Aquella noche, mi marido, David, y yo nos quedamos charlando después de la cena.

—Creo que Roy no tenía nada de qué lamentarse —le dije en uno de nuestros breves intercambi­os entre largos períodos de silencio—. Vivió la vida con pasión y plenitud.

Habíamos asistido a la misma iglesia que Roy y su familia durante muchos años, antes que se mudaran a una ciudad pequeña. Aunque en años recientes solo nos veíamos esporádica­mente, era muy fácil retomar donde habíamos dejado cada vez que se cruzaban nuestros caminos.

La iglesia a la que asistía Roy tenía una congregaci­ón de tresciento­s fieles. No obstante, aquel jueves por la tarde 1.000 personas se reunieron para rendir tributo a Roy. David y yo nos sentamos afuera junto a cientos de otras personas, presencian­do el

servicio por una pantalla. En sus cartas de despedida, sus hijos —dos de ellos aún adolescent­es y uno en los primeros años de la adultez— hablaron de un padre amoroso, divertido y entregado de lleno a su tarea. Su mejor amigo habló de un hombre que no tenía relaciones superficia­les.

—Si hablabas con Roy cinco minutos, ya lo considerab­as tu mejor amigo —dijo.

La cantidad de personas presentes confirmaba­n sus palabras.

Las notas de condolenci­a que proyectaba­n en la pantalla, de su lugar de trabajo, de pastores de diversas iglesias y de amigos de su círculo, pintaban un cuadro parejo de un hombre trabajador y auténtico al que a la vez le gustaba la diversión, un hombre cuya personalid­ad daba con esa justa medianía entre la humildad y el poder, la sencillez y el buen criterio, la verdad y el amor. Tenía una capacidad bárbara de conectar con los demás y dar de sí mismo, lo que lo llevó a hacer de mentor y a dirigir equipos de trabajo. Su motivación y entusiasmo eran contagioso­s. Ya si se tratara de una iniciativa para construir una iglesia, la determinac­ión de mantener a flote al equipo de hockey de su hijo o de un plan para reunir fondos con miras a enviar chicos a campamento­s, dirigía transmitie­ndo confianza en que todo era posible.

La viuda de Roy actuó con incansable gentileza en sus cientos de interaccio­nes con los asistentes al sepelio, así durante como después de las honras fúnebres.

—Fue muy importante para mi marido cuando se quedó sin trabajo y tenía que tomar decisiones acerca de su futuro —le dije un poco insegura—. Le dio mucho ánimo en un momento muy difícil. Significó mucho para él.

Impresas en el programa estaban las palabras de 2 Timoteo 4:6–8: «Hazte cargo Tú. Se acerca el momento de mi muerte; pongo mi vida como un sacrificio en el altar de Dios. Esta es la única carrera en que vale la pena competir. Corrí con todo hasta la meta, sin flaquear en mi fe. Ahora no queda más que los gritos de júbilo, el aplauso de Dios.

1 En su sermón el pastor trazó ciertos paralelism­os entre la carrera que corrió el apóstol Pablo hasta el final y la de Roy.

—Roy vivía sin nostalgias ni lamentos —dijo, haciéndose eco de lo que sin duda muchos pensábamos en los días previos al entierro.

Creo que todos sentíamos la necesidad de dar el paso y de algún modo llenar el vacío dejado por Roy. De esforzarno­s y correr más, vivir más plenamente, con mayor motivación.

Mientras paseaban en bicicleta aquel domingo por la tarde, Roy y su mujer pasaron por una casa que habían estado a punto de comprar cuando se mudaron a la ciudad. Ella se adelantó y volviendo hacia atrás la cabeza le preguntó:

—¿Crees que hubiéramos debido optar por esta casa?

Minutos más tarde ella oiría la colisión y vería a su marido arrojado por los aires mientras el camión se alejaba a gran velocidad. Unos instantes después corrió hacia él y ahí mismo supo que había partido. En aquel momento disfrutaba­n de un hermoso día soleado.

—No, me encanta nuestra casa —le respondió él, añadiendo las que serían sus últimas palabras—: No tengo nada que lamentar.

Al fin de cuentas no habrá excusas, explicacio­nes ni lamentos. Steve Maraboli (b. 1975)

Nunca te lamentes. Si salió bien, estupendo. Si salió mal, adquiriste experienci­a. Eleanor Hibbert (1906–1993)

¿El mundo te ha tratado tan bien que lamentaría­s tener que irte? Cosas mejores nos aguardan que

las que dejamos atrás. C.S. Lewis (1898–1963)

Nunca te arrepienta­s de nada que hayas hecho con afecto sincero; nada se pierde cuando nace del corazón. Basil Rathbone (1892–1967)

No tengo nada que lamentar. He hecho todo lo que he podido lo mejor que he podido. Robert Redford (n. 1936)

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