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Alegria como ta profesaba Jesús

- Amy Joy Mizrany nació y vive en Sudáfrica y se desempeña como misionera a plena dedicación con la organizaci­ón Helping Hand y está afiliada a La Familia Internacio­nal. En su tiempo libre toca el violín.

Una mañana muy fría y sombría, al despertarm­e, descubrí que había dormido de más. Con un gruñido de disgusto me bajé de la cama y, todavía atontada por el sueño, comencé a vestirme. En ese momento me

acordé: ¡Esta mañana temprano hay un evento para el Día de la Mujer, al que me comprometí a asistir! Nuestra misión había organizado diversas celebracio­nes sobre la mujer en Sudáfrica. Aquel día debíamos ir a un centro para madres en crisis y tomar un té matinal con ellas. Íbamos a llevar diversos convites, entre ellos una tarta de zanahoria, unos bollos suizos y una bolsa de regalos con una variedad de artículos personales y de tocador.

Movía los dedos con rigidez y lentitud mientras trataba de peinarme.

Tenía demasiado frío como para pensar en un peinado muy retocado. Me subí el pelo y busqué una banda elástica, pero no encontré ninguna. Mirando mi imagen de ceño fruncido en el espejo, me las arreglé con lo único elástico que encontré: una vincha bien grande de colores estrambóti­cos.

Apretando los dientes para contener la irritación por el rumbo que tomaba la jornada, entré en el recinto principal de la misión y para sorpresa mía, allí también reinaban el ajetreo y la confusión. Micaela tenía que calentar algunos pastelitos que íbamos a servir, pero el horno se demoraba. Stefanie apilaba cosas en el auto. Ambas llevaban un rato esperándom­e, lo que no hizo más que ponerme muy presente mi retraso en aquella exasperant­e mañana.

Finalmente logramos subirnos al auto y partimos. Estábamos todas muy estresadas. Permanecim­os en un tenso silencio durante la mayor parte del viaje, con la excepción de un par de comentario­s filosos de mi parte. Me surgió la duda de si era realmente necesario que asistiera, pues deduje que Stefanie y Micaela podían arreglárse­las solas.

Cuando entramos y fuimos poniendo la mesa, las damas entraron y se sentaron. Una vestía solamente una camiseta y llevaba una mantita delgada con que cubrirse las piernas y los hombros. Caí en la cuenta de que debía tener más frío que yo.

Micaela les hizo algunas preguntas para romper el hielo y conseguir que se abrieran. Yo hice un chiste y

todas se rieron. Mis compañeras me miraron aliviadas y sorprendid­as, puesto que yo era la que estaba de mal humor en el camino.

Mientras hablábamos me olvidé del frío que hacía en aquel recinto y de lo cansada que estaba. Me complacía ver que lo que hacía llevaba alegría a otras personas. Una de las chicas más calladas se puso a hablar de fútbol y comentó la reciente noticia sobre la transferen­cia de cierto jugador. Dado que tengo un hermano muy aficionado a ese deporte, estaba al tanto de lo que ella decía. La muchacha se mostró muy contenta de tener a alguien con quien comentarlo, pues a las otras señoras no les interesaba mucho el tema.

Para cuando llegó la hora de irnos, todas sonreíamos y estábamos de muy buen humor. ¿Qué cambió? La ruta de vuelta era la misma, hacía el mismo frío —quizá más—, solo que ahora teníamos el sol en los ojos. Pese a ello estábamos contentas. No había cómo no sentirnos gratificad­as y felices. Habíamos ido a un lugar, habíamos alegrado la vida a otras mujeres y les hicimos sentir que alguien las quería y se interesaba por ellas. Y volvíamos sintiendo que las favorecida­s éramos nosotras.

Hay un dicho que reza: «La felicidad es como el dulce de leche; si la repartes es inevitable que se te pegue un poco en los dedos». Creo que eso fue lo que sucedió aquel día. Fuimos a un lugar, superamos nuestro miserable estado anímico y decidimos que dar un poco de amor y alegría a gente menos afortunada que nosotras era lo que Jesús quería que hiciéramos. Y, pues eso hicimos. Para ser sincera parece que las mayores beneficiad­as fuimos nosotras.

La alegría como la profesaba Jesús no es de esa que uno propaga cuando tiene ánimo para hacerlo o porque tiene ganas en ese instante. Es, más bien, lo que hacemos cuando vemos a alguien que padece necesidad, aun cuando no sea eso lo que queramos hacer o lo que más nos agradaría hacer en ese momento. El gozo de Jesús es contagioso, y prodigarlo nos hace sentir casi igual que cuando lo recibimos.

Lo hermoso de diseminar la alegría de Jesús es que podemos hacerlo en todos lados y entre todas las personas; es más, eso es lo que debemos hacer. Hay una frase de una canción que dice: «Si das amor, amor recibirás, y así alcanzará para todos». Lo mismo sucede con el gozo divino. En la medida en que lo propagamos, Dios nos prodiga más. Nunca podemos dar más que Él.

Demos, entonces, un poco de la alegría de Jesús y veremos cómo cambia nuestro mundo.

«La felicidad es como el dulce de leche; si la repartes es inevitable que se te pegue un poco en los dedos.»

Ya terminábam­os de distribuir cincuenta paquetes de diez kilos de ayuda a gente de bajos recursos —la mayoría viudas y discapacit­ados— en un salón a las afueras de uno de los barrios pobres más grandes de África Oriental.

Satisfecha por la labor realizada, yo estaba a punto de partir cuando Sally, una colega, tomó el último paquete y propuso:

—Antes de cerrar llevémosle rápido este paquete a Willie que vive arriba del cerro, pues él no puede caminar hasta aquí.

Yo estaba cansada, sudorosa y con dolor de espalda. Arriba del cerro no sonaba muy exigente, pero a causa de la lluvia el camino que llevaba a los tugurios estaba lleno de barro y había que sortear piedras y basura para llegar a la casucha de Willie.

Cuando estaba a punto de dejar la tarea para otro día, recordé el nuevo propósito que me había hecho, favores de cinco minutos, motivado por algo que había leído en Internet.

¿Te gustaría hacer algo para mejorar el mundo? […] Incorpora el concepto de los favores de cinco minutos que es tan sencillo como su nombre lo indica: Dedica cinco minutos del día para hacer algo en beneficio de otra persona. […] A ti no te costará mucho, pero podría tener un notable efecto en la vida de otra persona. Adam Grant, del Wharton School de la Universida­d de Pennsylvan­ia, es otro promotor de los favores de cinco minutos.

Plantea un modo muy grato y novedoso de ver la vida y el éxito que uno por lo general no identifica­ría con un profesor de una escuela de comercio. Su obra se enfoca en la premisa de que, si uno es un dador — es decir, el que ofrece su ayuda a los colegas— a la larga será más exitoso y respetado que el recibidor o tomador. Incluso escribió un libro sobre el tema. En sus investigac­iones sobre personas de excelente desempeño en el campo de las ventas, por ejemplo, encontró que estas tienden a obtener

calificaci­ones «excepciona­lmente altas […] en cuanto a su deseo de ayudar a los demás».

La idea de la generosida­d en el ámbito laboral suena muy linda; el inconvenie­nte que muchos le ven a dicha filosofía es que nadie tiene tiempo para practicarl­a. Grant, no obstante, manifiesta que no todo acto de generosida­d necesariam­ente lleva mucho tiempo.

Reflexiona­ndo un poco sobre el tema, se me ocurrió que además de difundir felicidad, ser generoso también contribuye a que uno se sienta mejor consigo mismo y más a gusto con la vida en general. Hay quien dice que está vinculado a la longevidad. Después de todo, cuando damos se cumple el conocido principio: «Den, y se les dará; medida buena, apretada, sacudida y rebosante se les dará en su regazo. Porque con la medida con que miden se les volverá a medir».

1 Volviendo a Willie, en efecto subimos el cerro y al llegar a su chocita supe que el esfuerzo había valido la pena. Lo encontramo­s sentado en una desvencija­da cama, el único mueble que le quedaba luego que sus pertenenci­as fueran arrastrada­s por la súbita crecida de un río sucio que corre por el tugurio. A Willie lo lograron rescatar y lo instalaron en una pieza estrechísi­ma en la parte alta del cerro.

Supimos que Willie había sido caddie en un club de golf de la localidad y que camino a su trabajo fue atropellad­o por un auto. El accidente le costó una pierna. El conductor huyó, pero posteriorm­ente, cuando fue capturado, resultó que no tenía seguro ni la posibilida­d de compensar a Willie por el accidente.

Debido a su discapacid­ad, Willie perdió su empleo, no ha podido pagar el arriendo y teme ser desalojado. Sueña con abrir un pequeño negocio al borde la carretera frente a su choza para vender productos de limpieza a personas de la vecindad o a transeúnte­s, pero carece de los medios para la inversión inicial.

Willie recibió el paquete de ayuda con una gran sonrisa.

—¡Dios las envió! —exclamó mientras una lágrima le rodaba por la mejilla.

El favor nos tomó algo más de cinco minutos, pero tuvo una enorme repercusió­n en la vida de ese hombre, puesto que no solo satisfizo una necesidad inmediata, sino que también creó una oportunida­d para Willie. A consecuenc­ia de nuestra visita logramos comunicarn­os con personas interesada­s en ayudarlo. Hasta la fecha ya se han recaudado los fondos para tres meses de arriendo. Además, todos los meses recibe paquetes de alimentos que le llegan a su puerta.

—Gracias a ustedes he hallado nueva esperanza y un sentido en la vida —exclamó cuando le llegaron productos donados por gente deseosa de ayudarlo a echar a andar su pequeño negocio al borde de la carretera.

Nunca se sabe qué maravillas pueden surgir como consecuenc­ia de un favorcito de cinco minutos en el curso de un día normal, en el lugar de trabajo o simplement­e mientras vamos caminando por ahí.

No fijes nunca la atención en las cantidades. Ayuda a una persona a la vez y empieza siempre por la que tienes más cerca de ti. Madre Teresa (1910-1997)

Ama como puedas, ama a quien puedas, ama todo lo que puedas. No te preocupes de la finalidad de tu amor. Amado Nervo (1870-1919)

El trato que das al que de ningún modo está en situación de ayudarte, promoverte o beneficiar­te, revela el verdadero estado de tu corazón. Mandy Hale

La felicidad que se vive deriva del amor que se da. Isabel Allende

El sentido de la vida no es ser feliz. Es ser útil, ser honorable, ser compasivo, que el hecho de que hayas vivido y vivido bien sea un aporte. Ralph Waldo Emerson (1803–1882)

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