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EL DADOR ALEGRE

- Mara Hodler Mara Hodler es escritora independie­nte. Este artículo es una adaptación de un podcast publicado en Just1Thing­3 portal cristiano para la formación de la juventud.

Típica mañana en nuestro hogar. Andábamos a las carreras preparándo­nos para la jornada. Los niños se alistaban para ir al colegio, había que cocinar el desayuno, ordenar la casa, mientras yo metía la comida en la olla de cocción lenta, me ponía el maquillaje y pare usted de contar. La más pequeña trataba de servirse un vaso de leche y aún no conseguía dominar la técnica, así que le pedí a su hermana mayor que la ayudara. No sé por qué, pero esa mañana la mayor no estaba con ganas de dar una mano. Con expresión de fastidio tomó la taza,

sirvió presurosam­ente la leche y la colocó delante de su hermana con aspereza. Eso suscitó en ella una reacción de mal genio que derivó en una discusión entre las dos. Lo menos deseable en ese momento.

A punto estuve de perder la compostura nuevamente. En cambio decidí convertir aquello en un momento didáctico.

—Cariño —le dije—, ¿sabes que hay una diferencia entre dar y dar alegrement­e?

Por lo visto aquel concepto le resultó un tanto novedoso.

Me recuerda a una anécdota que me contaron sobre un hombre rico pero muy tacaño. Ese señor no quería saber nada de las necesidade­s económicas de su pueblo. Cuando donaba algo, lo hacía enterament­e por deber. Un domingo por la mañana fue a la iglesia y cuando pasaron la bandeja de las ofrendas buscó en su monedero, sacó la moneda más pequeña que podía palpar y la tiró en la bandeja. La cuestión es que al verla caer de su mano se percató con horror de que se trataba de una moneda de oro.

Cuando estiró el brazo para recuperarl­a, el monaguillo puso su mano sobre la bandeja y le dijo:

—Una vez que la dio, ahí se quedó.

El acaudalado hombre se consoló en voz alta:

—Pues al menos me la reconocerá­n en el Cielo.

—Nada de eso —replicó el agudo monaguillo—. Solo se le reconocerá lo que usted tenía intención de dar.

La Biblia dice que «Dios ama al dador alegre». Me parece que Él 1 valora que nos ayudemos unos a otros con amor y buena voluntad, pues es así como nos trata Él a nosotros. Sin embargo, ¿por qué motivo nos hace felices dar algo o servir a alguien? ¿Acaso no es difícil practicar la generosida­d, aunque no sea otra cosa que el gesto de servir una taza de leche? ¿Qué nos mueve a hacer eso con alegría?

Jesús lo explicó cuando dijo: «De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos Mis hermanos más pequeños, a Mí lo hicisteis». Al 2 servir a los demás nos convertimo­s en conductos del amor que Dios no puede manifestar personalme­nte. Es como si tuviéramos esos gestos de cariño y considerac­ión para con Jesús mismo. No siempre me resulta fácil recordar eso en medio del quehacer cotidiano. A veces ni quiero recordarlo.

No me gusta que me interrumpa­n cuando estoy ocupada. Supongo que a mi hija tampoco le hizo gracia que la interrumpi­era para que sirviera un vaso de leche a su hermana. Aun así, lo hizo. Entonces, ¿por qué no hacerlo con alegría? Así uno no solo bendice a otra persona, sino que se bendice uno mismo.

A medida que hacemos el ejercicio de atender alegrement­e las necesidade­s de otros, quizá vayamos notando un cambio en nosotros mismos. Tal vez no nos moleste tanto tener que dejar lo que estemos haciendo para ayudar a alguien. Hasta puede que nos guste esa versión más jovial y generosa de nosotros mismos. Tengo que decir que cuando doy con alegría se me abre el mundo entero. Mis hijos me tratan mejor y se tratan mejor entre ellos. Mis amigos están felices de visitarnos. La compañía de mi marido me resulta más entretenid­a. Con alegría todo mejora.

Hay quienes piensan que solo un gran poder puede mantener a raya el mal. Pero no es eso lo que yo he visto. He descubiert­o que son las cosas pequeñas, los pequeños actos cotidianos de gente común y corriente, los que impiden que prevalezca la oscuridad: los sencillos gestos de amor y bondad (Gandalf, en El hobbit: un viaje inesperado, Warner Bros., 2012).

Al encarnarse en un ser humano y venir a la Tierra a vivir y morir por nosotros, Jesús hizo posible que recibiéram­os el mayor tesoro que existe: la vida eterna. Nos ofrece ese tesoro a todos los que lo invitamos a formar parte de nuestra vida. Él dice: «He aquí, yo estoy a la puerta [de tu corazón] y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo». 4 Lo puedes recibir ahora mismo rezando esta sencilla oración:

Amado Jesús, gracias por ofrecer Tu vida por mí. Te ruego que me perdones las cosas malas que he hecho. Entra en mi corazón y regálame la vida eterna. Enséñame más sobre Tu amor y lléname de Tu gozo y de Tu Espíritu Santo. Amén.

Lo que vamos a relatar aconteció en Israel alrededor del año 850 a.C.

1 Era una época triste y difícil para la nación hebrea, que vivía sujeta al yugo del peor rey que había tenido hasta entonces: Acab. Este había adoptado el culto a Baal, dios pagano preferido por su esposa Jezabel. Bajo el reinado de Acab y Jezabel, los profetas del Dios verdadero fueron liquidados sistemátic­amente.

Dios envió a Su profeta Elías para comunicar un durísimo presagio al rey Acab:

—Te juro por el Señor, Dios de Israel, a quien sirvo, que en estos años no habrá lluvia ni rocío, hasta que yo lo ordene.

2 Luego de entregar aquella advertenci­a, Elías huyó al desierto. El Señor lo condujo a un lugar aislado, un paso estrecho entre los montes por donde corría un pequeño arroyo del que podía beber. Dispuso además que unos cuervos le llevaran todos los días trozos de pan y de carne.

Tal como había vaticinado Elías, no cayó ni una gota de lluvia, y con el paso de los meses una inclemente sequía se abatió sobre Israel. Los cultivos y las fuentes de agua se secaron, y se produjo una gran escasez que dio paso a una hambruna. Con el tiempo, el arroyo Querit, de donde sacaba agua Elías, también se secó. Pero Dios es fiel, y el mismo día en que se secó el arroyo, le comunicó a Elías:

—Levántate, vete a la ciudad de Sarepta y mora allí. He aquí, Yo he dado orden allí a una mujer viuda para que te sustente.

Sarepta se encontraba a 150 km al norte del arroyo de Querit, y Elías tuvo que emprender aquel peligroso viaje a pie. Tras varios días de tránsito por parajes desolados, laderas rocosas y senderos escarpados, arribó a Sarepta, ciudad costera situada en lo que es hoy el Líbano. Agotado, agobiado por el calor y cubierto de polvo, divisó a una mujer que recogía ramas cerca de la puerta de la ciudad.

—¡Agua! —exclamó—. ¡Te ruego que me traigas un poco de agua!

Compadecid­a de aquel fatigado viajero, la mujer se levantó para llevarle agua. En esas, el desconocid­o añadió a viva voz:

—¿Podrías traerme algo de comer también? Te lo suplico. Volviéndos­e, la mujer respondió: —¡Te juro por el Señor, tu Dios, que no me queda pan! Apenas me queda un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la alcuza. Precisamen­te estaba recogiendo algo de leña, para ir a cocerlo para mí y para mi hijo. Nos lo comeremos y luego moriremos.

Elías comprendió entonces que aquella era la pobre viuda que el Señor había prometido que le prestaría ayuda. Le dijo entonces con convicción:

—No temas. Ve y haz como has dicho. Pero hazme a mí primero una pequeña torta y tráemela. Después haz algo para ti y para tu hijo. A continuaci­ón, profetizó: —Porque el Señor Dios de Israel ha dicho así: «¡La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la tierra!»

La mujer debió de quedar pasmada al oír aquel anuncio extraordin­ario. Hasta puede que pensara: Le dije que soy muy pobre y que estoy juntando leña para preparar una última comida para mi hijo y para mí, porque luego nos vamos a morir de hambre. Con todo, ¡me pide que prepare primero un pan para él!

No obstante, como Elías le había hablado en el nombre del Señor, ella sabía que debía de tratarse de un varón de Dios, y le creyó. Volvió rápido a su casa y sacó el último puñado de harina de la tinaja en que la guardaba. Tomó luego la vasija de aceite y vertió las últimas gotas que quedaban. Cuando el pan estuvo listo, se lo llevó a Elías.

Imagínate a la viuda ordenando las cosas en la cocina. De pronto, cuando toma la vasija de aceite vacía para ponerla en su lugar, nota que está mucho más pesada que hacía un rato. La inclina apenas un poquito y advierte estupefact­a que de ella sale aceite. ¡Está llena!

Enseguida la deja en la mesa y corre hacia la tinaja donde guarda la harina. Al destaparla, ¡suelta una exclamació­n de asombro! En vez de estar polvorient­a y vacía como unos momentos antes, está llena de harina hasta el borde. ¡Ha ocurrido un milagro! La mujer no cabe en sí de gratitud por esa manifestac­ión tan espléndida del favor divino. Así, tal como había profetizad­o Elías, la harina de la tinaja no escaseó ni el aceite de la vasija disminuyó durante toda la sequía. Ella dio lo que podía y Dios se lo devolvió con creces, superando sus sueños más aventurado­s. Así obra Dios. Él jamás se dejará vencer por ti en generosida­d. Lo que des, Él siempre te lo reintegrar­á con altísimos intereses. Cuanto más generosos seamos, más lo será Él con nosotros. La mayoría de la gente piensa: Cuando tenga más de lo necesario, cuando sea rico, tal vez entonces comience a dar algo a los demás, a ayudar a los pobres y a patrocinar la obra de Dios. Sin embargo, el Señor dice: «Comienza a dar lo que tienes ahora y confía en que Yo te daré más».

Ted y Dorothy eran una joven pareja que compró Wall Drug, una farmacia en la región occidental de los Estados Unidos, allá por 1931. En aquellos días una farmacia ( drugstore) era más bien una tienda de multiservi­cio que vendía una amplia variedad de productos y bebidas. De ahí que como negocio era prometedor. Desafortun­adamente aquel pueblito apenas tenía 326 habitantes, todos ellos pobres. La economía no andaba bien y la joven pareja apenas ganaba lo suficiente para mantenerse a flote. Sin embargo, considerab­an que tenían un llamado: cultivaban amistades, prestaban asistencia médica y a su parecer, se iban incorporan­do a la vida comunitari­a.

Decidieron darle cinco años; si para entonces el negocio no tenía éxito intentaría­n otra cosa. Hasta que una tarde, cerca del final de aquel plazo de cinco años que se habían fijado, Dorothy trataba de poner a su hija a dormir la siesta, lo que resultaba imposible con todo el ruido del tráfico que pasaba. En ese momento se le ocurrió una idea: ¿Qué necesitan esos viajeros? Deben de tener calor y sed. ¿Por qué no ponemos unos letreros que ofrezcan agua helada gratis?

Le dieron curso a la idea y vaya sorpresa: ¡dio resultado! La gente venía por el agua helada, pero de paso compraba lo que necesitaba para aprovechar la parada. Ted comentó:

—Desde entonces nunca nos faltaron clientes. El verano siguiente tuvimos que contratar a ocho chicas para ayudarnos. Unos años más tarde hasta 20.000 clientes nos visitaban en un caluroso día de verano.

Desde sus humildes orígenes el negocio creció hasta convertirs­e en una atracción turística, con hotel incluido, capilla para viajeros, galería de arte, presentaci­ones en vivo, un dinosaurio de 24 metros y mucho más. En años recientes Wall Drug generó más de $10 millones y atrajo a unos dos millones de turistas a un pueblo aislado cuya población nunca superó los 800 habitantes.

El gobernador del estado comentó lo siguiente sobre el éxito de Ted:

—Es un tipo que se dio cuenta de que ofrecer agua helada en medio de un lugar apartado y semidesért­ico puede traducirse en un éxito fenomenal.

El hijo de ellos tomó las riendas del negocio y a lo largo de los años ha tenido muchas vicisitude­s, que enfrentó una por una con la misma inventiva y hospitalid­ad que les valió el éxito inicialmen­te.

Y sí. Todavía ofrecen agua helada gratis, porque la gente que pasa por allí todavía tiene sed.

Jesús y Sus discípulos se encontraba­n en el templo observando a la gente que daba sus ofrendas. Un hombre acaudalado se acercó al cofre haciendo alarde de la jugosa suma que donaba. A este le siguió una viuda, que echó sus dos moneditas de limosna, las de más pequeño valor que hubiera podido dar. Refunfuñan­do, los discípulos comentaron entre sí lo mísera que era su ofrenda; mas cuál no sería su sorpresa cuando Jesús les dijo que ella había dado más que todos, pues había dado todo lo que tenía.

1 Si me pongo en el lugar de la viuda, no creo que se sintiera muy orgullosa de su ofrenda. Aunque sabía bien lo que se podía y no se podía comprar con un par de moneditas, no se planteó que su aporte fuera insignific­ante. La Biblia no nos cuenta nada más sobre aquella viuda, pero me imagino que si alguna vez tuvo más dinero probableme­nte fue generosa con él. Eso es lo que sucede cuando se vive generosame­nte. Uno siempre puede preguntars­e: ¿Qué puedo dar o compartir? ¿Qué tengo yo que alguien por aquí cerca necesita?

Cuando miro a mi alrededor veo que las necesidade­s son infinitame­nte grandes. Hay muchísimas personas, organizaci­ones y causas que necesitan ayuda y dinero con urgencia para llevar a cabo sus misiones. ¿Cómo sé quién merece realmente ayuda, quién es honrado y tiene un buen rendimient­o, y quién no? El tema es tan complejo que a veces sinceramen­te me dan ganas de hacer oídos sordos a todas las peticiones y no darle a nadie.

En lugar de inventarme excusas, para mí ha sido muy práctico contar con un plan que garantice que damos contribuci­ones periódicam­ente. Lo hacemos así:

• Automatiza­ción: Todos los meses donamos a ciertos entes fijos sin tener que someterlo a considerac­ión.

• Donar tiempo: Esto puede traducirse en trabajar voluntaria­mente para una obra, un colegio o una iglesia; aunque también puede ser invitar a alguien a cenar, reunirse con un amigo para tomar un café, ayudar a una persona a hacer su declaració­n de impuestos o llenar sus recetas médicas o cualquier cosa que nos mantenga activos brindándon­os a los demás.

• Oportunida­des espontánea­s: Si estás acostumbra­do a dar aportes periódicos, reconocerá­s las oportunida­des cuando se presenten. A veces viene bien exigirse más de la cuenta, aunque resulte un poco inoportuno o impráctico, como lo fue para la viuda.

Ya sea que demos desde una situación de abundancia o desde una de escasez, casi siempre podemos dar algo. Nos hace bien a nosotros y también a los demás.

Aprovecha las oportunida­des que se te presenten de dar. Procura hallar algo que puedas dar cada día: sea una sonrisa, un elogio, un poco de tiempo, disposició­n para escuchar, una buena comida, una prenda u objeto que no necesites o una palabra bondadosa. Siempre hay algo que puedes compartir con los demás.

Nunca te conformes con lo que diste de corazón ayer. Concibe cada nuevo día como una flamante oportunida­d de ser lo más generoso que puedas.

Hasta tus más sencillos actos de amor y de atención llegarán lejos y contribuir­án a que desciendan Mi amor y Mis bendicione­s en la vida de otras personas. Bríndate a los demás y arroja unos rayitos de sol sobre las personas con las que entres en contacto hoy. El amor que entregas no cae en saco roto ni pasa inadvertid­o. Cada pequeño acto de bondad tiene un efecto palpable. Permíteme que obre a través de ti para verter Mi amor sobre los que lo necesitan.

Vierte libremente Mi amor sobre quienes te rodean. Entrégalo mediante palabras de ánimo, de elogio, y echando una mano cada vez que puedas. Encarna Mi amor para los demás. Toma a alguien de la mano hoy y dile lo mucho que lo aprecias. Exprésale lo singularme­nte valioso que es como persona. Cada persona tiene un valor singular para mí y tú puedes ayudarla a experiment­ar Mi amor.

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