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Y SE SANÓ

- Rosane Pereira Rosane Pereira es profesora de inglés y escritora. Vive en Río de Janeiro ( Brasil) y está afiliada a La Familia Internacio­nal.

Cuando era muy novicia en la vida de fe pasé algún tiempo en Nova Friburgo, en las montañas de Río de Janeiro, junto con otros dos misioneros. Es una ciudad bellísima, de arquitectu­ra alemana y suiza, que se encuentra abrigada entre algunas de las montañas más altas del estado.

Solíamos ir a la plaza principal a charlar con los dueños de las tiendas. Allí me llamó la atención una joven llamada Sara. Se había liberado de una adicción a las drogas y tenía su Biblia sobre el mostrador junto a los coloridos collares y pulseras.

—Ahora esta es mi espada —me dijo. Su fe era tan sincera que encendió la mía.

Un día Sara me pidió que fuéramos a su casa a rezar por su hijo.

—Tiene una fiebre y bronquitis persistent­es —nos explicó—, pero sé que si ustedes rezan por él, ¡se sanará!

Aquella tarde caminamos dos cuadras con ella hasta la humilde casa donde vivía con sus padres y su hijo de un año, que yacía calladito en una pequeña cuna. Lo alzó y nos lo trajo. Me percaté de que mis amigos no sabían muy bien qué hacer, pero como yo no quería debilitar la fe de Sara, me puse a orar por el niño.

Yo ya había orado por sanación un par de veces, pero para mí misma nada más. Al tocar aquel cuerpecito afiebrado supe que hacía falta un milagro. Pedí a Dios que tuviera misericord­ia e invoqué algunos versículos de la Biblia que me había memorizado sobre curación.

Cuando abrimos los ojos, el hijito de Sara se escurría de entre los brazos de su madre y enseguida empezó a corretear por la casa como cualquier niño de un año perfectame­nte saludable. La fiebre desapareci­ó y Sara se puso a alabar a Dios.

El lugar donde nos hospedábam­os quedaba a media hora de caminata cuesta arriba, alejado de las luces de la ciudad, y era una de las noches más estrellada­s que haya visto. Mientras caminaba, hablé con mi Dios y le agradecí el milagro que había obrado. Tuve la sensación de que me sonreía a través de las miles de luminarias que tachonaban el cielo. En ese momento entendí a la mujer que tocó el borde del manto de Jesús. Al sanarse, Él le dijo: «Ten ánimo, hija, tu fe te ha salvado. 1

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