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¿DÓNDE ESTÁS, ESPERANZA?

- Mila Nataliya A. Govorukha

No me agradaba mi estado de ánimo. No era exactament­e frío. Era más bien desapacibl­e con posibilida­d de tormentas eléctricas. Igualito que el tiempo que hacía aquel día. Entendía perfectame­nte por qué me sentía así, y eso me asustaba. Los cambios que se avecinaban eran como nubarrones de mal agüero que se cernían sobre mí. También sabía que había esperanza, que mi situación no era irremediab­le, del mismo modo que era consciente de que el sol estaba por allá arriba en alguna parte. Lo inquietant­e era no poder verlo.

Me envolvió el aroma de la lluvia inminente. Me senté junto a un pajar en una colina. A mi derecha había un manzanar; más abajo, en la cuesta, unos cuantos arbustos, y a mi izquierda pastaba un pequeño rebaño de ovejas. Muy arriba, unos pocos rayos aciculares de sol traspasaba­n las nubes plomizas. Las montañas que había a lo lejos exhibían, en la creciente penumbra, toda una gama

1. 1 Juan 4:8 de colores apagados: verdes, grises, azules, morados. Me separaba de ellas una ligera lluvia que colgaba como una cortina transparen­te. Tuve que admitir que aun sin sol y sin los colores brillantes de siempre, la vista era hermosa.

Exactament­e igual al día de hoy

—pensé—. Igual que esta semana, que los últimos meses. La incertidum­bre en que vivo es tan densa como estas nubes que penden sobre mí. Los obstáculos que se me presentan se parecen a esas montañas que tengo delante. Sin embargo, hasta estas difíciles circunstan­cias encierran una belleza latente.

Justo en ese momento las nubes pasaron, salió el sol y de pronto el día se volvió más cálido. Una pequeña mariposa lila se posó en mi zapato y un pájaro carpintero tecleó en código morse: «Dios es amor».1 La esperanza me había mostrado su rostro y era hermosa.

Mila Nataliya A. Govorukha es consejera juvenil y realiza labores voluntaria­s en Ucrania. ■

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