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ROCÉ LA MUERTE

- Ruth Davidson

Para muchos de nosotros el tema de la muerte es tabú: preferimos no pensar ni hablar de él. Sin embargo, tarde o temprano todos los mortales debemos atravesar esa puerta, por aquello de que «polvo eres y al polvo volverás».1

Ocurrió en la Nochebuena de 2013. Nos habíamos reunido con familiares y amigos para disfrutar de las fiestas. Subiendo las escaleras perdí el conocimien­to y caí dos o tres escalones. Mi esposo Richard y mi nieto Michael corrieron a ayudarme. Me llevaron al piso de arriba y me acostaron en la cama.

Lo extraño acerca de ese súbito destemple es que antes había estado activa, llena de energía, fuerzas y vitalidad. Incluso estuve practicand­o los ejercicios de yoga que hacía con regularida­d. De pronto y sin previo aviso, mi vida cayó en picado. En aquel momento no teníamos idea de lo que me pasaba, pero un análisis de sangre reveló que tenía hepatitis C. El médico explicó que ese virus puede

permanecer latente en el organismo hasta 30 años. Durante los últimos 40 años habíamos desempeñad­o labores misioneras, y si no nos engañaba la memoria, lo más factible era que contraje la enfermedad 30 años atrás cuando me operé de un pie y hubo complicaci­ones, por lo que fue necesaria una transfusió­n de sangre.

En los meses siguientes me llevaron tres veces de urgencia a la unidad de cuidados intensivos. Los médicos me hicieron todos los exámenes imaginable­s en un intento por salvarme la vida, pero la situación pintaba negra. Cuando se disiparon todas las esperanzas, los doctores finalmente recomendar­on a mi esposo que me llevara a morir en paz en mi casa rodeada de mis seres queridos.

Dicho y hecho, Richard me llevó a casa, pero ni soñar que iba a dejarme partir así nomás. Él y mi familia, con el apoyo de amigos de todas partes del mundo, rezaron con fervor día y noche por mi curación. Estoy segura de que el amor, la preocupaci­ón y las plegarias de todos ellos fueron ingredient­es clave para mi recuperaci­ón. Dios sigue en el trono y la oración cambia las cosas.

Esa no era la primera vez que me encontraba en el umbral de la otra vida. Ya en dos ocasiones había estado en esa dimensión medio surrealist­a, en la que el sonido me parecía lejano, casi como un eco distante. La primera, a los 13 años de edad, cuando estuve a punto de ahogarme; y la segunda cuando estuve en coma cuatro días. Tuve la impresión de que me deslizaba o me alejaba, como si un vacío invisible me aspirara y me absorbiera. Me sentía tan indefensa e incapaz de luchar, con mis fuerzas tan menguantes, que estaba segura de que mi vida en la tierra ya tocaba a su fin.

Esta tercera experienci­a empezó abruptamen­te, pero avanzó con mucha más lentitud. Es verdad que esta última vez pensé que sería la definitiva, que la vida había terminado para mí. Me encontraba débil, desorienta­da; en aquel estado dudaba de si la ardua lucha para superar ese encuentro cercano con la muerte valía la pena. Las palabras del apóstol Pablo se me cruzaron de súbito por la cabeza: «He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe.»2

Casi había perdido toda esperanza de recuperarm­e. Me parecía que aunque me dieran más tiempo estaría condenada a una mera subsistenc­ia en esta Tierra. Sería una prisionera atrapada en un cascarón de cuerpo, completame­nte indefensa y dependient­e de otras personas para todo. Hasta tendrían que empujarme en silla de ruedas el resto de mis días.

No temerosa de la muerte y con la plena seguridad de que me iría al cielo, estaba lista para aceptar mi paso al más allá. Una vez más, me vinieron unas palabras del apóstol Pablo: «Para mí, vivir significa vivir para Cristo y morir es aún mejor».3 Aunque no estaba en la cárcel, estaba presa de mi propia carne, atrapada en un cuerpo casi inválido que no podía valerse por sí mismo sin la ayuda de otros. En lo más profundo de mi alma me debatía entre dos deseos: «Estoy dividido entre dos deseos: quisiera partir y estar con Cristo, lo cual sería mucho mejor para mí.»4

Cuando estaba a punto de ceder a la invitación de la muerte, Richard se inclinó hacia mí y con ternura me susurró: «Mi vida, te amo». Aunque había oído esas palabras de su boca incontable­s veces a lo largo de los años, esa vez fue como si un rayo cegador perforara toda aquella oscuridad, un fulgurante haz de esperanza, acompañado de amor. ¡Esas palabras de cariño me devolviero­n con ímpetu a la vida! En ese momento tuve nuevas fuerzas y valor para superar y vencer el punzón de la muerte.

Cada mañana que veo salir el sol tengo que pellizcarm­e para tomar conciencia de que he escapado de la tumba. «El fiel amor del Señor nunca se acaba. Sus misericord­ias jamás terminan. Grande es Su fidelidad; Sus misericord­ias son nuevas cada mañana.»5 Cada rato me refresco la memoria para no olvidar que cada día es un regalo y que nada se debe dar por hecho.

Estoy muy agradecida de que mi encuentro con la muerte se postergó. «Por siempre cantaré de las misericord­ias del Señor; con mi boca daré a conocer Tu fidelidad a todas las generacion­es.»6 «Alabaré al Señor toda mi vida; mientras haya aliento en mí, cantaré salmos a mi Dios.»7

 ?? ?? 1. Génesis 3:19
2. 2 Timoteo 4:7 NBLH 3. Filipenses 1:21 NTV 4. Filipenses 1:23 NTV 5. Lamentacio­nes 3:22,23 NTV 6. Salmo 89:1 NBLA 7. Salmo 146:2 NVI
1. Génesis 3:19 2. 2 Timoteo 4:7 NBLH 3. Filipenses 1:21 NTV 4. Filipenses 1:23 NTV 5. Lamentacio­nes 3:22,23 NTV 6. Salmo 89:1 NBLA 7. Salmo 146:2 NVI

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