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LA NOCHE QUE SE RIO

- Koos Stenger es escritor independie­nte. Vive en los Países Bajos. ■ Koos Stenger

Me desperté en medio de la noche por un ruido extraño. Miré alrededor de la habitación. Mi mujer seguía profundame­nte dormida y su respiració­n acompasada me daba seguridad de que todo estaba normal.

Pero cuando me estaba quedando dormido otra vez, lo volví a oír. —Jajajá... Jajá.

Con mucho cuidado, para no molestar a mi mujer, me escabullí de la cama y miré a Martín —nuestro bebé— en su cuna. Sonreía dormido.

—Buajajá. —Otra burbuja de alegría brotó de sus pequeños labios. Esa vez despertó también a mi mujer.

—¿Qué pasa? —me dijo frotándose los ojos.

—No lo sé, pero Martín parece estar pasándolo bien.

Martín casi nunca lo había pasado bien. Desde su nacimiento, su vida había sido muy sufrida.

Él y su hermano gemelo nacieron prematuram­ente, sietemesin­os. Su hermanito estaba sano, pero Martín tenía una afección cardíaca.

Apenas tenía seis semanas cuando lo operaron. Al salir de cirugía el médico sonrió y con el pulgar hacia arriba nos dijo:

—Todo ha salido bien. Su pequeñín es un luchador.

Pero no todo salió bien. Mientras su hermano crecía y era un bebé sano y alegre, Martín se debilitaba cada vez más, a tal punto en que se resfriaba con la más mínima corriente de aire. Sin excepcione­s pasaba del resfriado a la neumonía, y terminábam­os nuevamente enfrascado­s en el mundo de los tubos, los médicos y el estrés.

Cuando Martín me miraba con sus ojazos y expresión seria, yo percibía su singular ternura. Pero ¿feliz? Ni hablar, esa no era la palabra para describirl­o. Casi nunca sonreía. ¿Y quién podía culparlo? ¿Cómo consolar a un bebé que no entiende por qué sufre, o que su vida podría ser diferente?

Mamá y papá rezábamos fervientem­ente por él todos los días. Dios mío, te rogamos que lo sanes, que se mejore.

Cierta noche —una semana antes de su primer cumpleaños— mi mujer rezó una oración distinta. Los constantes traslados al hospital, el dolor permanente grabado en la carita de Martín y el miedo sin tregua se hacían insostenib­les.

—Dios mío —imploró mientras nos arrodilláb­amos junto a su cuna—, pongo a Martín en Tus manos. Si quieres llevártelo, lo acepto. Pero pase lo que pase, no permitas que sufra más.

Esa fue la noche en la que Martín se rio.

En un momento dado soltó una carcajada, agitando sus pequeños puños de emoción. Durante casi una hora estuvo entre risitas y risotadas mientras nosotros lo observábam­os con lágrimas en los ojos.

Al día siguiente, cuando amamantaba, de golpe se puso pálido.

—¡Algo no está bien! —gritó mi mujer.

Corrí hacia él justo a tiempo para presenciar los últimos momentos de Martín en este mundo.

Mi mujer y yo nos miramos. Aunque sentíamos una profunda tristeza, también nos rodeaba una hermosa paz.

Sabíamos que Martín se había ido a casa.

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