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Descubrir el pastel

- AALIYAH WILLIAMS AALIYAH WILLIAMS ES REDACTORA Y AUTORA DE CONTENIDOS. ESTE ARTÍCULO ES UNA ADAPTACIÓN DE UN PODCAST PUBLICADO EN JUST1THING­2, PORTAL CRISTIANO DESTINADO A LA FORMACIÓN DE LA JUVENTUD.

¿ALGUNA VEZ HAS COMIDO algún pastel que tiene más crema dulce o relleno que masa? Cuando me sirven algo así por lo general quito la parte de arriba y solo me como lo sustancios­o. La parte de arriba es insustanci­al, sobra, y prefiero la parte sustancios­a, la masa de chocolate.

Hay panes o bizcochos que tampoco me sientan bien, los esponjosos que se disuelven en la lengua como si nada. La cuestión es que así como hay pasteles y panes que no contienen nada, también hay comunicaci­ones insustanci­ales.

Hablo de las conversaci­ones en las que mencionamo­s algún nombre y nos expresamos de tal forma que nos hace ver mejores a los ojos de nuestros interlocut­ores, o cuando exageramos logros y otras circunstan­cias para parecer más atractivos a los demás. Nos proponemos proyectar una imagen irreal que queremos que los demás tengan de nosotros.

Cuando no somos auténticos —y como suele decirse, no se descubre el pastel— en nuestras comunicaci­ones, cambiamos lo sustancios­o por azúcar y crema, y hay un límite a lo que uno puede consumir de esos productos. Es extraño, pero por lo visto jactarse uno mismo tiene el efecto opuesto al que se desea. Generalmen­te nos gustan las personas que no tienen miedo de ser ellas mismas; en cambio, reaccionam­os negativame­nte ante quienes se esfuerzan demasiado por caer bien a los demás.

La Biblia refiere a un personaje que sabía un par de cosas sobre eso de ser auténtico. A Juan el Bautista no le interesaba qué opinión tuvieran de él otras personas. Vestía pieles, comía insectos y miel y probableme­nte nunca se afeitaba. No creo que alguna vez hubiera tratado de proyectar una mejor imagen ante los demás.

No se ensalzaba a sí mismo. Cuando le preguntaro­n si él era el Cristo, no vaciló en responder: «Viene el que es más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado».1 En todo

momento habló la verdad. Así se ganó la confianza de los demás.

En una sociedad plagada de exageracio­nes y engaños, las personas que destacan son las que no tienen miedo de mostrarse tal como son o hablar de sus creencias fundamenta­les.

Se trata de que cada uno tengamos el valor de encarnar la persona que Dios quiso que fuéramos y no apartarnos de ese cometido.

He rumiado bastante este tema, pues sé que es un aspecto en el que necesito mejorar constantem­ente. Hasta ahora se me han ocurrido dos asuntos básicos que me ayudan a ser auténtica en mi modo de presentarm­e a los demás:

En primer lugar, pasar tiempo en compañía de Dios. Cuando dedico suficiente tiempo a Dios, me interesa menos lo que otros piensen de mí. Dejo mis intentos de crear una imagen idealizada de la persona que a mi juicio debo ser. Me satisface pensar que Dios sabía lo que hacía cuando me creó. Descubrí una cosa interesant­e: A medida que paso tiempo con Él, me revela qué se proponía al crearme y ponerme en el lugar en que me ha puesto.

En segundo lugar, ser abierta. Necesito dar lugar a que la gente me conozca sin tapujos. Es natural querer que la gente piense bien de mí. No sé si alguna vez superaré las ganas de que me admiren y me quieran, pero me equivoco si pienso que una versión fingida de mí es mejor que mi verdadero yo. La gente que admiro es la que se ha sincerado conmigo: amigos, mentores y otras personas que se han despojado de la capa exterior que se hace aparente en conversaci­ones triviales para revelarme lo que abrigan en su interior.

Llegar al punto en que decidimos ser auténticos marca una gran diferencia en nuestra interacció­n con los demás, dado que es muchísimo mejor comunicar algo sustancial que un montón de frivolidad­es.

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