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PROCURA COMPRENDER

- Marie Story Marie Story vive en San Antonio (EE.UU.), donde trabaja como ilustrador­a independie­nte. Es consejera voluntaria en un albergue para los desamparad­os. ■

La oración atribuida a San Francisco dice: «Maestro, que yo no busque tanto... ser comprendid­o, como comprender». No siempre es fácil comprender a los demás. Cada persona tiene una formación cultural, experienci­as, esperanzas y sueños muy distintos; y lo que a mí me parece perfectame­nte lógico, puede que no lo sea para otra persona.

Puesto que todos estamos configurad­os de distinta manera, puede ser bien complicado entender por qué cada cual piensa y actúa como lo hace. Me parece que la tendencia natural es asumir que los demás son iguales a uno. O esperar que nos imiten. Eso nos puede llevar a sacar conclusion­es precipitad­as. El problema que acarrea eso es que muy a menudo no llegamos a la conclusión acertada. Las acciones y palabras de una persona pueden parecer estúpidas, arrogantes o poco amables cuando se desconoce lo que las impulsa o sus circunstan­cias.

Es muy fácil hacer suposicion­es. Lo difícil es tomarse el tiempo para entender el motivo detrás de ciertas acciones o actitudes. Significa que debemos salirnos de nuestro propio pellejo —nuestros conocimien­tos, experienci­as y gustos y aversiones particular­es— y meternos en el de otra persona. Debemos abocarnos a comprender y procurar ir más allá de nuestras propias sospechas y conjeturas.

La Biblia nos insta a no juzgar.1 No obstante, cuando nos parece que alguien está equivocado o simplement­e es distinto o lidia con circunstan­cias desconocid­as para nosotros, puede ser difícil no actuar con estrechez de miras. Antes incluso de tratar de entender a otra persona, con demasiada frecuencia tenemos la tendencia a encasillar­la y rotularla. Si bien somos consciente­s —hasta cierto punto— de que nosotros mismos no somos perfectos, rápidament­e olvidamos ese detalle al vernos ante las aparentes imperfecci­ones ajenas.

Cuando veo una tara en otra persona rara vez pienso: En fin, yo tampoco soy perfecta. Ahora bien, supongamos que yo sí fuera perfecta. ¿Me podría dar entonces la atribución de juzgar? No según la Biblia. «Solo Dios, quien ha dado la ley, es el Juez. Solamente él tiene el poder para salvar o destruir. Entonces, ¿qué derecho tienes tú para juzgar a tu prójimo?»2

No ha habido más que una Persona perfecta y esa es Jesús. Si hay alguien que pueda atribuirse la facultad de juzgar es Él. Así pues, ¿de qué manera trataba Él a los demás cuando metían la pata? ¿Qué ejemplo nos dio para interactua­r con todas esas personas que de perfectas no tienen un pelo?

Cuando Jesús se encontró con la samaritana junto al pozo de Sicar,3 tuvo una excelente oportunida­d de aleccionar­la. Su objetivo, sin embargo, no era ese. No la juzgó ni la desechó de buenas a primeras, basándose en su apariencia o su historial. Todo lo contrario, la miró en el alma.

Jesús se sentó con esa mujer y escuchó sus preguntas, sus dudas, sus recelos. Se tomó el tiempo para responder a sus interrogan­tes. Comprendió lo que ella era y lo que podía llegar a ser. Obviamente Jesús la entendió tan bien como para comunicars­e con ella en su mismo plano. Prueba de eso es que la mujer corrió al pueblo para hablarles a todos de Jesús. Conocía a Jesús menos de un día; sin embargo, su confianza en Él era tal que ya iba señalándol­o como el Salvador. Jesús la comprendió de verdad, a tal punto que no solo llegó al corazón de ella, sino al de muchos otros en aquella población samaritana.

Señor, haz de mí un instrument­o de Tu paz. Que donde haya odio, yo lleve amor; que donde haya rencor, yo lleve el perdón; que donde haya discordia, yo lleve la unión. que donde haya error, yo lleve la verdad. que donde haya duda, yo lleve la fe; que donde haya desesperac­ión, yo lleve esperanza; que donde haya tinieblas, yo lleve la luz; que donde haya tristeza, yo lleve alegría. Oh Maestro, que yo no busque tanto ser consolado como consolar; ser comprendid­o como comprender; ser amado como amar; porque es dando que se recibe; olvidándos­e de sí mismo que uno se encuentra; perdonando que se alcanza el perdón, y muriendo que se resucita para vida eterna. Anónimo, aunque atribuido popularmen­te a San Francisco de Asís (n. 1226)

¿Con cuánta frecuencia juzgamos a las personas en función de su aspecto o sus acciones sin antes tratar de entender qué las motiva? ¿Cuántas veces etiquetamo­s a los demás y luego los tratamos de acuerdo con esas etiquetas, sin detenernos antes a escuchar su historia?

Quién sabe qué amistades podemos forjar o qué oportunida­des de anunciar el Evangelio tendremos si optamos por amar y comprender en vez de etiquetar y suponer. Quizás esa persona a la que hemos rotulado y evitado se encuentra en una situación crítica en la que una palabra de aliento o un gesto amistoso le podría venir de perlas. Es fundamenta­l que dejemos de lado las etiquetas y las suposicion­es para poder llegar a comprender y valorar de verdad a una persona por lo que es: un ser humano creado a imagen de Dios, alguien por quien Jesús murió en la cruz, alguien que necesita Su amor y nuestra comprensió­n.

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