LA LUCECITA MÍA
Unos días atrás mi esposa y yo estuvimos contemplando el atardecer desde la terraza. Nos quedamos hasta que se empezaron a ver estrellas. Como suele suceder, la primera en aparecer fue el lucero de la tarde. Al cabo de una hora o más todavía era la más brillante en aquella noche sin Luna. No había otra que la igualara.
Se podría decir que el lucero de la tarde tiene una injusta ventaja sobre las demás estrellas, pues en realidad se trata del planeta Venus, que se hace pasar por estrella. Al igual que la Luna, no emite luz propia; se limita a reflejar la del sol.
Me vino de pronto que si Venus y la Luna —que tienen una superficie mate y carecen de luz propia— relucen con tanta intensidad, yo no tengo por qué preocuparme de mi propia capacidad para reflejar a Dios, es decir, de mi grado de bondad o de piedad según mi propia percepción o la de los demás. En realidad lo único que tengo que hacer es reflejar la luz de Dios cuando Él
1. 1 Corintios 13:12
2. V. Romanos 1:20
3. Mateo 5:16 me ilumine. Por supuesto que eso no me da licencia para ser un dejado espiritualmente hablando; pero es liberador entender que no tengo que tratar de ser algo que no soy. Luego de esa experiencia, un conocido versículo de la Biblia cobró para mí nuevo significado: «Ahora vemos por espejo, oscuramente».1 Siempre lo había aplicado a mi percepción de Dios y de las realidades espirituales; pero ahora me doy cuenta de que también se aplica a cómo los demás ven a Dios cuando yo lo reflejo. Por mucho que me esfuerce, no puedo cambiar mi forma de ser, así como un planeta o una luna es incapaz de transformarse en estrella. La transformación se produce cuando Dios me baña con Su luz. Tal vez mi superficie no sea de las más brillantes o reflectantes que hay; Su luz, sin embargo, posee suficiente intensidad para hacer de mí una estrella.
David Bolick es consultor de idiomas y traductor, además de lector de la Iglesia ortodoxa. Vive en Guadalajara, México.