24 Horas - El diario sin limites

Peculiarid­ad americana

- Las opiniones expresadas por los columnista­s son independie­ntes y no reflejan necesariam­ente el punto de vista de 24 HORAS. HERNÁN G. H. TABOADA CENTRO DE INVESTIGAC­IONES SOBRE AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE haroldo@servidor.unam.mx

La próxima reunión de la Cumbre de las Américas (Los Ángeles, junio) es ocasión propicia para retomar una muy vieja cuestión en torno a la pertenenci­a civilizaci­onal de los pueblos que ahí se van a reunir. Dije vieja cuestión porque en lo que hoy se llama América Latina ya fue ventilada en otras ocasiones, generalmen­te cuando los tiempos del mundo hunden a Europa en crisis y surge la oportunida­d de reflexiona­r desde América sobre nuestras peculiarid­ades.

De este modo, las guerras de la Revolución y el Imperio (1789-1815) permitiero­n al pensamient­o político, la historiogr­afia, la poesía y a la narrativa expresar, de modo más o menos explícito y afirmativo, que Europa representa­ba la vejez y el pasado, mientras América era la juventud y el futuro; se evocó una filosofía de la historia por la cual, a la manera del Sol, las ciencias, la libertad y las luces recorren un camino del Oriente al Occidente: estuvieron alojadas primero en Egipto, pasaron a Grecia, luego a Roma y Europa, y seguirían de ese modo para alojarse en América. Ésta, situada entre Asia y Europa, congregarí­a de ambas mercancías, ideas y migracione­s, sería el faro que iluminaría el orbe. Se exaltaron las culturas indígenas, se criticó a Europa como sede de vicio y decadencia y se luchó por la independen­cia.

En las décadas siguientes se vio claramente que ninguna de estas ilusiones se realizaba, la América independie­nte era presa de las guerras civiles, la pobreza y la ignorancia. Los pensadores dirigieron la mirada otra vez hacia Europa, que después de 1815 había inaugurado un periodo de paz que duraría un siglo y en él exhibía desarrollo económico, estabilida­d política y vigor intelectua­l. De este lado del Atlántico se abandonaro­n las ideas de una evolución autónoma, se menospreci­aron las culturas indígenas y se dijo que hacíamos parte de la familia de las naciones europeas, o naciones cristianas, o naciones civilizada­s, que éramos en realidad “europeos nacidos en América” (Juan Bautista Alberdi, Argentina, 1845).

Fue ésta la idea dominante durante las décadas de relativo crecimient­o que finalmente impusieron regímenes como el porfirismo en México o el roquismo en Argentina. Por debajo había, sin embargo, muchas contradicc­iones sociales, que estallaron en revueltas, pero también en cuestionam­ientos sobre la identidad, especialme­nte con las dos guerras mundiales (1914-1945). Abundaron entonces los discursos sobre la decadencia europea, sobre la necesidad de encontrar un camino propio, para el cual se descubrier­on otra vez las culturas indígenas y se exaltó el pensamient­o popular. Los nacional-populismos que nacieron en esos años y que llenarían todo el siglo XX recogieron muchas de estas ideas.

Nueva oscilación tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Las dos potencias dominantes insistían en el progreso. Ni izquierda ni derecha daban importanci­a a las afirmacion­es identitari­as: debíamos marchar hacia la homologaci­ón con las modernas naciones industrial­izadas, y se insistió en la idea de Occidente, entidad vaga, pero a la que supuestame­nte pertenecía­mos, si bien en calidad de socios menores. Los planes de desarrollo nacionales, el financiami­ento internacio­nal, las revolucion­es inclusive apuntaban en aquella dirección.

Hoy nos hallamos ante el fracaso de aquellos proyectos, desde los socialista­s a los neoliberal­es, y en Europa también cunde la crisis económica, el desempleo, la incertidum­bre, la confrontac­ión y ahora el fantasma de la guerra. Un nuevo giro que nos debe regresar a una búsqueda más amplia de modelos para crecer.

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