ARQUITECTURA PARA EL SER
Rendimos tributo al genio que ha construido un lenguaje humano y poético, grabado en lo más profundo de la arquitectura mexicana.
Rendimos tributo al arquitecto que ha construido un lenguaje humano y poético.
Después de definir cada detalle de nuestro encuentro —pues no le gusta dar entrevistas o estar bajo los reflectores—, me dirijo a Cuernavaca, emocionada y ansiosa por conocer a uno de los grandes de la arquitectura mexicana. En el portal de su casa, está esperándome el mismo Andrés Casillas de Alba para darme la bienvenida con un abrazo tan cálido y espontáneo, que se siente familiar.
Antes de hablar sobre Andrés Casillas de Alba como arquitecto, es fundamental hablar del ser humano, de la pureza de su esencia. “A pesar de su enorme saber, sus obras son opacadas por la gran calidad de su ser. Andrés es trigo limpio. Andrés es químicamente puro”, así lo describe su gran amigo y actual socio, el arquitecto Bosco Gutiérrez.
Sigo a Casillas de Alba hasta su estudio, un espacio a la orilla de la barranca, que se hace uno con la espesa vegetación. Allí se descubren tesoros que fueron el preámbulo de su gran legado para la arquitectura mexicana, un robusto archivero de madera que resguarda planos, fotografías y maquetas de la Casa Tecámac (1995), la Casa Pedro Coronel (1970), el Centro Financiero Banamex, en Guadalajara (1978), y la Casa Camberwell, en Melbourne, Australia (2018), entre muchos otros proyectos que roban el aliento.
“Afortunadamente nunca tuve problemas de vocación”, comienza a platicar el arquitecto. “Pero mi padre quería que fuera contador público, ¡hazme favor!”. Después de poco tiempo desertó en esa carrera y se mudó junto a su familia para entrar a la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara (1952-1955) para ser introducido, por fin, a su gran pasión. Después de un corto periodo en la UNAM, concluyó su licenciatura en la Hochschule für Gestaltung en Ulm, Alemania (1957-1961) —escuela descendiente de la Bauhaus—. Durante esta última etapa, Andrés pasó una temporada en Isfahán, Persia (hoy Irán), trabajando en el desarrollo urbano de la ciudad; y más tarde, trabajó en Milán en el taller de Angelo Mangiarotti y Bruno Morassutti. A su regreso a México (1961) colaboró en el taller de Augusto H. Álvarez —con quien concibió la Galería de Arte Mexicano—.
Luis Barragán y su madre eran muy amigos, “se me ocurrió preguntarle —oye Luis, ¿no tendrás chamba? —y me contestó— cómo no, vente para acá; esto cambió para mí todo el panorama”, continuó Andrés. Esa etapa como socio, amigo y discípulo de Barragán marcó su labor (1964-1968). Sin embargo, el sello de Casillas de Alba es impar, gracias a las proporciones exactas, la geometría simple, el acertado —casi espontáneo— uso del color, pero, sobre todo por la escala. Esa escala que hace que cada uno de sus trazos se lea humano, sereno, puro; imaginado, dibujado y construido con el único objetivo de crear espacios para habitar plenamente. “El legado que ha dejado es ver a la arquitectura con ojos de inocencia, sin ningún tipo de adjetivos rimbombantes”, expresó Bosco Gutiérrez.
Su arquitectura no envejece, es atemporal, pues se aleja de tendencias y de cánones establecidos. Andrés Casillas de Alba calla, mientas su arquitectura habla por sí misma con un lenguaje inocente, poético y emocional.