Los inquilinos
m e encuentro con la señora en el cubo de las escaleras; me observa con ojos taimados, de esas miradas que te penetran hasta la médula y te atraviesan el cuerpo. Ni los buenos días da. No puedo evitar un escalofrío, apresuro el paso para perderme en las escaleras, las subo de dos en dos hasta encontrarme a salvo en mi departamento.
Llegaron hace unos meses a vivir al edificio, y desde que vi cómo descargaban aquellas esculturas de madera, de imágenes con bocas abiertas como si estuvieran gritando, supe que no serían buenos vecinos. Lo peor de todo es que se instalaron en el piso de abajo.
Los nuevos inquilinos no tienen hijos. De su departamento salen olores fuertes: a carne de cordero, a hierbas, a tabaco que proviene de la pipa del señor que se pasa la mayor parte del día fumando en la terraza. Los viernes invitan a personas que cantan en un idioma que no logro descifrar, alguien toca una flauta. Mi esposo y yo pensamos que pertenecen a alguna secta, que no son de por acá.
Miguelito es inquieto. Por las tardes juega con su pelota a meter gol entre los sillones de la sala, o saca su colección de coches y los hace chocar. La semana pasada encontré una carta que me echaron por debajo de la puerta diciendo que reprendiera a mi hijo, que a los niños que no se les educa en la casa se les educa en la calle.
Me enfurecí al leer la nota, si nos poníamos parejos, lo que ellos hacen también nos molesta a nosotros. Hace una semana, mi hijo tiró un calcetín a la terraza de los vecinos. Lo vi cuando me estaba tomando un café antes de despertarlo. Toqué en su departamento para que me lo devolvieran, la señora abrió y sin saludar, fue a ver si estaba la prenda: no hay nada, dijo antes de cerrarme la puerta en las narices. Cuando me asomé desde mi departamento, el calcetín había desaparecido. Malvada vieja, pensé inquieta.
Miguelito empezó a sentirse mal desde ese día, no quiere comer, tiene fiebre y vómito. El olor a tabaco impregna nuestro espacio, la música, los cánticos. Le dije al casero lo que estaba pasando, contestó que no podía decirles nada sin tener pruebas. El doctor le dio un nuevo medicamento, mi esposo dice que no sea paranoica; pero necesito hacer algo, la desesperación nubla mi mente.
Bajo las escaleras, el olor me obliga a taparme la nariz, respiro por la boca. Un animal gime, escucho pasos; la puerta se abre antes de tocar. El animal yace muerto en medio de la sala, la sangre mancha las losas. La vecina me ve con esa mirada que me penetra hasta la médula.