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Germán Madrazo llegó en el sitio 116 en su prueba de esquí de fondo en PyeongChan­g. Su recorrido fue histórico para el deporte nacional.

Así fue la carrera y el camino de un mexicano que acabó en último lugar en PyeongChan­g.

- Por Gonzalo Soto, Ilustració­n Ismael Ángeles

La voz de Vicente Fernández sonaba fuerte en los audífonos de Germán Madrazo la noche del 15 de febrero. “Chente” ya había cantado "Hermoso cariño", y ahora entonaba "Se me olvidó otra vez", sin embargo, Germán no lograba conciliar el sueño. Daba vueltas en su cama en la Villa Olímpica de PyeongChan­g, Corea del Sur, sede de los Juegos Olímpicos de Invierno. Otra canción más y otra y una nueva sin poder dormir; su mente estaba a una media hora, en las montañas, en donde buscaría al día siguiente ser el primer mexicano en terminar una prueba final olímpica invernal en los 15 kilómetros de esquí a campo traviesa.

El cuerpo estaba cansado, arrastraba un largo periodo de clasificac­ión para la competenci­a y un entrenamie­nto vespertino. A la 1 de la mañana, Germán finalmente tomó su teléfono y comenzó a leer los mensajes de apoyo que llegaban de México y Texas, donde vive su familia. Le deseaban éxito, le mandaban abrazos y buenos deseos, ninguno logró tranquiliz­arlo. Apagó deliberada­mente la alarma del teléfono para poder levantarse un poco más tarde de lo usual. No supo en qué momento se quedó dormido.

Germán, de 43 años, abrió los ojos a las 7:30, acompañado todavía por la oscuridad de la noche coreana, salió de su habitación y se dirigió al gimnasio para hacer una breve rutina de estiramien­tos. El cansancio del cuerpo permanecía y ahora estaba acompañado de dolor de huesos y cabeza, cuerpo cortado y constipaci­ón nasal. El atleta mexicano tenía gripe. Germán detuvo la rutina y se dirigió rigió al comedor de la villa, ahí desayunó una especie de avena seca con almendras dras y dátiles, además de un yogur líquido. ido. Regresó a su habitación donde tomó solaolamen­te un par de antiinflam­atorios para ra el dolor de cabeza; los antibiótic­os y otro tipo de medicament­os estaban descartaar­tados por las reglas antidopaje del Comité mité Olímpico Internacio­nal.

Nuevamente en su cama, Germán n se puso los audífonos y escuchó a AC/DC /DC y luego a Vicente Fernández otra vez. Estaba a punto de apagar el teléfono ono cuando recibió una llamada de Lucía, a, su esposa. La recepción no era muy buena, ena, pero alcanzó a escuchar los buenos deseos seos y un “te amo” que se coló en la interferen­rencia. También recibió unos videos. Eran sus trillizos: Juan Germán, Ana Lucía ía y Ana Sofía mandándole besos y diciéndole dole cada uno cuánto lo querían y extrañaban. ban.

Germán lloró, apretó el teléfono y las lágrimas poco a poco fueron haciendo ndo borrosa la imagen de sus hijos. Vio los videos unas veces más y luego apagó ó el aparato para concentrar­se en la dura ura prueba que venía.

Al mediodía, Germán se dirigió a la cabaña de encerado, donde los atletas preparan sus esquís y los bastones, revisan isan sus uniformes, guardan sus pertenenci­as cias personales y realizan los últimos ajustes stes para la competenci­a. Su esposa le habló abló otra vez, fue una llamada muy breve, pero esta vez la señal era mejor.

“¿Cómo vas? ¿Ya estás listo?”, preguntó untó ansiosa Lucía.

Germán solo contestó con un “sí” y algo más que no recuerda porque segurament­e no era tan importante.

“Estoy muy orgullosa de ti, estoy muy contenta e inspirada”, añadió su esposa.

Luego le pasó el teléfono al papá de Germán, quien le pidió que diera todo en la competenci­a. Su hijo sonreía, respondía con frases cortas y finalmente terminó la llamada. Guardó el teléfono en la mochila y se la dio a su entrenador, Andy Liebner, antes de enfilarse a la zona de salida de la carrera.

Liebner, un conocido entrenador estadounid­ense de esquiadore­s, notó que Germán no tenía buen aspecto, había algo que iba más allá de los nervios.

“Disfruta la carrera”, dijo Liebner frente a Germán. “Éste es tu momento”.

El rostro de Germán reflejaba nerviosism­o, pese a que en las últimas horas había estado tratando de mentalizar­se para lo contrario. Germán se había repetido constantem­ente a lo largo del día que la carrera era como cualquier otra que hubiera realizado, minimizaba el escenario para no sentir la presión del tamaño de la justa olímpica. No estaba funcionand­o.

“No estés nervioso”, repitió Liebner una vez más. “Hoy no es un buen día para sentirse mal, busca, encuéntrat­e y dale”.

“Sí coach”, respondió Germán ya más enfocado. “Gracias por todo, gracias por estar aquí conmigo”.

El mexicano, uno de cuatro atletas que representa­ban al país en la justa invernal y abanderado de la delegación, tomó los esquís y se dirigió al túnel de salida. Escuchó el rugido del estadio, vio la luz que se reflejaba en la nieve y sintió de pronto todo el peso de la competenci­a que estaba por arrancar.

La piel se le erizó.

***

Germán Madrazo nació en la Ciudad de México en 1974, pero al poco tiempo se fue a vivir a San Miguel de Allende porque su papá encontró trabajo en una fábrica de conservas. Luego se regresaron a la capital donde vivieron otros cinco años y después se marcharon a Querétaro.

En 1996 terminó la carrera de contador público en el Tecnológic­o de Monterrey y empezó una maestría en finanzas que nunca concluyó. Su primer puesto fue en Serfín, ahora Santander, luego trabajó un tiempo en Bank Boston y en PriceWater­houseCoope­rs. Un día iba manejando hacia la oficina y se dio

cuenta que no era feliz en lo que hacía, podían pasar semanas sin poder disfrutar del aire libre y no quería más eso. Le habló a su papá, quien se había mudado a Tamaulipas para dedicarse a un negocio ganadero y le pidió un trabajo que le permitiera pasar tiempo al aire libre. Unas semanas después, Germán andaba a caballo arreando ganado por el campo tamaulipec­o. Pasó nueve años ahí hasta que la violencia del narcotráfi­co lo obligó a dejar la entidad y el país, cruzó la frontera y se estableció en McAllen, donde cofundó la Valley Running Company, una tienda especializ­ada en corredores.

Desde joven, en sus veintes, Germán se inició en el deporte como nadador de alto rendimient­o, pero al poco tiempo tomó gusto por correr. Combinó ambas disciplina­s y realizó 18 Ironman, una prueba que consiste en 3.86 kilómetros de natación, 180 de bicicleta y luego 42.2 de carrera a pie. También realizó varios maratones internacio­nales con tiempos por debajo de las 3 horas.

En 2014, a los 38 años, Germán leyó un artículo en una revista deportiva escrito por el esquiador de fondo peruano Roberto Carcelán. La publicació­n hablaba de lo complicado que era ese deporte, de la técnica y la precisión requerida, así como de la condición física necesaria para practicarl­o. Germán quedó enganchado y buscó a Carcelán para pedir su consejo. El nacimiento de sus hijos y luego un accidente en bicicleta le impidieron arrancar su entrenamie­nto en el esquí invernal de fondo. Fue hasta inicios de 2017 cuando finalmente vendió su bicicleta y viajó a Traverse City, Michigan, donde estaba el mejor entrenador que pudo encontrar.

***

Cuando Germán llegó a la cabaña de encerado el termómetro marcaba un grado, ahora que esperaba en la intemperie su salida para la carrera la temperatur­a había bajado hasta los -6. Estaba helando y su cuerpo temblaba sin control. Dada la forma en que se había clasificad­o y el breve paso que llevaba en el deporte, a Germán lo ubicaron en el último bloque de salida, por lo que debía esperar a que partiera un centenar de competidor­es, incluidos los favoritos para el medallero. Detrás de él solo estaban los dos esquiadore­s norcoreano­s, Chun Gyong Han e Il Chol Pak. A su lado estaba el indio Jagdish Singh. Por ahí cerca estaban sus amigos, el chileno Yonathan Fernández y el colombiano Sebastián Uprimny, así como Pita Taufatofua, de Tonga, y quien se había hecho viral por desfilar sin playera, aceitado y solo con un faldón de palma como abanderado de la delegación de su país en la inauguraci­ón de los Juegos Olímpicos de Río en 2016, donde compitió en Tae Kwon Do.

Finalmente salió. En los primeros metros no tuvo contratiem­pos, Germán aplicaba una técnica limpia, sin embargo, conforme avanzaba, el trayecto se hacía cada vez más pesado debido a que el paso de más de 100 esquiadore­s había aventado la nieva a la orilla, obligándol­o a esquiar sobre una capa de hielo que limitaba el movimiento y tensaba su cuerpo. El esfuerzo era mayor al que había empleado en las prácticas y sus tiempos los resentían; en sectores donde había cronometra­do en días anteriores 1 minuto y medio, ahora registraba el doble. Los esquís raspaban con el hielo y mantener la postura se hacía cada vez más complicado, sobre todo en las subidas, y el mexicano se aferraba a no caer y perder más tiempo para regresar al trayecto.

Al dejar atrás una de las pendientes de la pista, Germán sintió dolor en la muñeca derecha. En su afán por no ir al piso modificó la manera en que empleaba el bastón, lo que le provocó una lesión punzante que se incrementa­ba a cada metro. La moral empezó a caer.

“Qué tontería querer minimizar la carrera”, pensó.

Había avanzado poco más de un cuarto del trayecto total y registraba el doble de su tiempo esperado. Cuando subía una nueva pendiente, escuchó una voz sumamente conocida.

“¡Vamos México!”, gritaba. “¡Vamos bien! ¡Dale Germán!”

Era Robert Franco, otro de los atletas mexicanos en PyeongChan­g, quien había competido en la prueba de slopestyle de esquí acrobático sin poder clasificar­se a la final. Germán sintió un impulso de ánimo, que sin embargo duró muy poco. Jagdish Singh, un competidor al que el mexicano aspiraba a vencer en su duelo directo, lo había rebasado y al entrar por segunda vez al estadio oyó los gritos de la gente: el suizo Dario Cologna había concluido la prueba en 33 minutos 43 segundos y 9 centésimas para coronarse campeón olímpico. Germán iba apenas a la mitad del trayecto.

Las malas noticias no pararon, el brazo izquierdo comenzaba a acalambrar­se como consecuenc­ia del mayor esfuerzo que realizaba para compensar su muñeca lesionada. Las piernas estaban entumidas. La técnica ya no era la misma. La frustració­n se apoderó de él. Le siguió la impotencia. Nunca pensó abandonar la competenci­a.

***

Cuando Germán llegó a Michigan se topó con la negativa de Andy Liebner para entrenarlo. No era una cuestión de edad o de falta de experienci­a, había poco tiempo para cumplir con los elevados objetivos del atleta mexicano. Sin embargo, las aptitudes físicas y la determinac­ión de Germán lo hicieron cambiar pronto de opinión. Los esquiadore­s profesiona­les sumaban alrededor de 900 horas de entrenamie­nto al año, mientras que él registraba ya 750 horas, aunque de natación, bicicleta y carrera.

Las primeras sesiones de entrenamie­nto se realizaron en Michigan y después otras en Utah. Luego llegaron las primeras competenci­as y las largas peregrinac­iones entre ellas y su hogar, donde tenía que seguir atendiendo su negocio y a sus tres hijos.

Para poder clasificar­se a los Juegos Olímpicos, Germán tenía que presentar buenos resultados en al menos cinco carreras internacio­nales avaladas por las autoridade­s olímpicas. Realizó algunas en Michigan, otras en Wisconsin, luego fue a competir a Bulgaria, Turquía, Chile y Argentina para cumplir con el requisito.

Junto a Yonathan Fernández y Pita Taufatofua, formó un grupo de entrenamie­nto independie­nte para fortalecer sus aspiracion­es de clasificar a la justa olímpica. Los tres esquiadore­s, por sugerencia de Pita, rentaron una cabaña en Hittisau, Austria. Ahí entrenaban 10 horas diarias, viajaban juntos, cocinaban entre ellos y cada que terminaban una competenci­a se repetían: “Luchamos un día más”.

En la última fecha para poder clasificar a PyeongChan­g, Germán consiguió su sitio en una carrera en Islandia. No pudo celebrar haber logrado su objetivo, una tormenta invernal lo obligó a correr a su hotel y esperar la respuesta del Comité Olímpico Mexicano para que lo integraran a la delegación que acudiría a la justa. Las autoridade­s nacionales le dieron el visto bueno, lo apoyaron con lo necesario para la competenci­a y lo abanderaro­n para encabezar la delegación. Pese a tan elevado honor y duro trayecto, Germán llegó a Corea del Sur como un desconocid­o, incluso en su país.

***

Hacia el final de la carrera, Germán traía en la cabeza la música de Vicente Fernández. Le daba vueltas a la letra de las canciones para tratar de distraerse del dolor que sentía en las piernas, en la muñeca, de los calambres en los brazos y de la fatiga. Llevaba más de 50 minutos esquiando y 111 de los 119 competidor­es ya habían concluido la prueba. En una de las bajadas, recordó haber visto una bandera mexicana y pensó que quería cruzar la meta con ella. Siguió esquiando, ya con la técnica olvidaba, y solo impulsado por las ganas de terminar.

Faltaba poco, unos 150 metros, cuando detectó la bandera mexicana. Germán se desvió un poco de la ruta para acercarse por ella, la tomó, pero el precio fue alto. Relajar el ritmo le provocó un choque de ácido láctico que le endureció las piernas y los brazos y le provocaba dolor con cualquier movimiento. Entumido, observó que detrás de la línea de llegada ya esperaban Pita, el colombiano Sebastián Uprimny y el portugués Kequyen Lam. Los pasos de Germán eran cada vez más cortos e inseguros, el dolor en sus extremidad­es aumentaba, la bandera lo hacía usar mal su bastón, su rostro era la mayor evidencia del agotamient­o.

Germán cruzó la meta con 59 minutos 35 segundos y 4 centésimas, más de 25 minutos después de Cologna, para quedar en el sitio 116. Pita se acercó y ambos se dieron un largo abrazo.

“Hermano”, dijo Germán al oído de Pita. “Luchamos un día más”.

El tongano le dio un tope con la cabeza. “No, luchamos hasta el final”, respondió Pita.

Germán comenzó a llorar y de pronto sintió los brazos de Sebastián alrededor de sus hombros. Samir Azzimani, de Marruecos, y Kequyen Lam se acercaron también y los cinco se abrazaron. El propio Cologna se unió a la celebració­n. Pita se agachó un momento para quitarle los esquís a Germán, quien al sentir los pies libres trató de caminar hacia la salida de la pista.

“No, no, no”, dijo Pita deteniendo a Germán con una mano. “Tú te vas para arriba”. Pita se agachó y metió su cuerpo de más de 1.90 metros de altura y 100 kilos entre las piernas del mexicano y lo levantó. Germán alzó la mano con la bandera y los flashes de las cámaras iluminaron el momento. La imagen dio vuelta al mundo, el último lugar era cargado en un momento de triunfo personal.

Ya con los pies en la tierra, literalmen­te, Germán sintió que el hueco en el estómago se llenaba poco a poco, el cuerpo estaba maltrecho pero su ánimo no había estado mejor desde hacía varios días. Comenzaba a temblar de frío otra vez, tenía sed y ganas de hablar con su familia, de ver a sus hijos, de abrazar a su entrenador y de dormir una noche completa. Al subir a la camioneta que lo llevó a la Villa Olímpica todavía tenía las canciones de Vicente Fernández en la cabeza.

“No estés nervioso. Hoy no es un buen día para sentirse mal.”

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