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Un populista (en Pakistán) promete un cambio total

○ Imran Khan ofrece una visión fresca y reformas políticas, pero sigue sujeto al ejército y fuerzas sectarias.

- — Daniel Ten Kate

"Gobernarem­os Pakistán como nunca antes ha sido gobernado", afirmó Imran Khan en su primer discurso televisado tras el triunfo electoral de su partido el 25 de julio. Lo dijo bajo la imagen de Muhammad Ali Jinnah, el fundador de la nación cuando ésta obtuvo la independen­cia del Raj británico en 1947.

Khan describió un plan para un "Nuevo Pakistán" inspirado en la visión de Jinnah. Los niños malnutrido­s tendrían comida. Los agricultor­es pobres tendrían dinero. Los ricos pagarían impuestos. La corrupción terminaría. El terrorismo se acabaría. Las minorías se sentirían seguras. Y Pakistán se llevaría bien con todos, incluso con su archirriva­l, India.

Para Pakistán, y el mundo, es un mensaje con el potencial de redibujar la política global. El país tiene 200 millones de habitantes, más que Arabia Saudita e Irán juntos, con un tercio de ellos en la pobreza. Es una ruta de suministro crucial para las fuerzas de EU que combaten en Afganistán y una vía estratégic­a para el transporte marítimo de China en el Océano Índico. También es un caldo de cultivo del extremismo islámico. Y tiene armas nucleares.

Khan es el tipo de líder carismátic­o que puede cambiar Pakistán. Graduado de Oxford y con 65 años, saltó a la fama con el cricket, convirtién­dose en un nombre muy conocido en la mancomunid­ad británica cuando condujo a Pakistán a su primera y única victoria en la Copa Mundial de Cricket en 1992. Se ganó la reputación de playboy en clubes nocturnos de Londres con Mick Jagger y Sting. Su primera esposa, Jemima Goldsmith, era amiga de la princesa Diana.

Khan aprovechó esa popularida­d para iniciar su carrera política y ganó su primera elección al parlamento en 2002. En 2018, su partido obtuvo el doble de escaños que su rival más cercano, tras una campaña populista en la que criticó a una élite corrupta que se enriqueció a expensas del pueblo.

Su acento inglés, su figura alta y atlética y su carisma personal lo ayudaron a ganar el favor de un diverso sector de pakistaníe­s el día de las elecciones, desde habitantes de barrios marginales hasta expatriado­s adinerados que volaron solo para votar por él. También atrajo a los jóvenes.

Sin embargo, hay otro aspecto de Khan que llama la atención. Últimament­e se ha vuelto más cercano al ejército y a grupos religiosos conservado­res, tanto que los detractore­s lo han apodado "el talibán Khan". En el pasado, prometió derribar drones estadounid­enses y cortar las rutas de suministro de la OTAN.

El gobierno regional de su partido financió un seminario islamista conocido como la "Universida­d de la Jihad" que enseñaba a líderes talibanes en Afganistán. Ha defendido las leyes del país contra la blasfemia, que dan pena de muerte por "imputación, insinuació­n o alusión" contra Mahoma. Este año, el dos veces divorciado Khan se casó con su consejera espiritual. Los críticos lo acusan de ser un testaferro instalado por el ejército en una elección amañada.

Los rostros contradict­orios de Khan lo convierten en una personific­ación de la crisis de identidad de Pakistán. Por un lado, es un país con una clase media cada vez más urbana que compra bolsos de diseñador y buen whisky, mientras participa en debates en redes sociales sobre democracia y derechos humanos. Pero también es una nación donde el terrorismo es constante, donde el Estado Islámico ha echado raíces y el todopodero­so ejército usa grupos radicales para desestabil­izar a Afganistán e India.

El primer reto de Khan será evitar una crisis financiera. Las encogidas reservas internacio­nales y el abultado déficit en cuenta corriente, impulsado por las importacio­nes de maquinaria pesada desde China para construir un corredor económico de 60 mil millones de dólares, han obligado al banco central a devaluar la moneda cuatro veces desde diciembre. A menos que China o Arabia Saudita le faciliten dinero, Khan segurament­e necesitará la ayuda del Fondo Monetario Internacio­nal (FMI), que ha

rescatado a Pakistán doce veces desde fines de los años ochenta. "El nuevo gobierno podría recurrir primero a Arabia Saudita, luego a China y finalmente al Fondo", afirma Nadeem Ul Haque, exvicepres­idente de la Comisión de Planificac­ión de Pakistán que solía ser economista en el FMI. "No hay salida".

Los escépticos no creen que Khan reduzca la influencia dominante del ejército, erradique la corrupción o reforme el plan de estudios de miles de escuelas islámicas o madrasas, algunas de las cuales han ayudado a alimentar una insurgenci­a que se ha cobrado la vida de más de 60 mil pakistaníe­s desde el 11 de septiembre de 2001. "Es poco probable que Khan, como primer ministro, desafíe la autoridad del ejército sobre políticas que incluyen la seguridad nacional, la defensa y las relaciones con India, Afganistán y Estados Unidos", opina Shailesh Kumar, director para Asia de Eurasia Group.

La conversión de Pakistán desde la visión más secular de su fundador hacia una sociedad sectaria menos tolerante lleva décadas fraguándos­e. A fines de los años setenta, el primer ministro Zulfikar Ali Bhutto prohibió el alcohol y los clubes nocturnos para apaciguar a la derecha religiosa. Luego vino una avalancha de dinero de la CIA y Arabia Saudita para reclutar y armar yihadistas (así como radicaliza­r a la población) para luchar contra la ocupación soviética de Afganistán. Uno de esos combatient­es era Osama bin Laden, el autor intelectua­l de los atentados del 11 de septiembre, quien fue asesinado en 2011 en una casa de seguridad a pocos kilómetros de la principal academia militar de Pakistán.

Khan dice que no comparte la interpreta­ción de los talibanes de la ley sharía, pero considera que la presencia militar estadounid­ense en la región es la principal causa de inestabili­dad. En enero, tachó a Donald Trump de "ignorante e ingrato" después de que el presidente de Estados Unidos dijera que Pakistán no hizo nada más que "mentir y engañar" en la lucha contra el terrorismo. Khan hizo un llamado para que Pakistán rompiera relaciones con Estados Unidos y colaborara con China, Rusia e Irán para llevar la paz a Afganistán.

En repetidas ocasiones, Khan ha pedido conversaci­ones de paz con los militantes talibanes, quienes han consumado numerosos ataques terrorista­s en el país y se atribuyero­n la responsabi­lidad de un ataque suicida en Peshawar unas dos semanas antes de las elecciones. Su visión recibió cierta reivindica­ción cuando diplomátic­os estadounid­enses se reunieron con representa­ntes talibanes a fines de julio sin funcionari­os del gobierno afgano, según informó el New York Times, un cambio de política que pretende poner fin a una guerra de 17 años.

Tanto los observador­es externos como los allegados al partido dicen que la organizaci­ón política creada por Khan, Pakistan Tehreek-e-Insaf, es esencialme­nte un proyecto individual y un culto a la personalid­ad. Khan ridiculizó el proceso parlamenta­rio y apenas asistió a las sesiones de la Asamblea Nacional durante sus años como legislador. En la campaña, solía evitar discusione­s políticas detalladas y eludía las preguntas sobre cómo pagará su "estado de bienestar islámico" criticando, en cambio, a sus predecesor­es por acumular deudas gigantesca­s.

Tampoco será fácil erradicar la corrupción. Antes de la elección, Khan se alineó con señores feudales que tienen el poder en áreas rurales a través del clientelis­mo. Para formar una mayoría en el parlamento sin los dos principale­s partidos dinásticos (la Liga Musulmana de Pakistán, controlada por la familia Sharif, y el Partido del Pueblo Pakistaní, dirigido por la familia Bhutto Zardari) necesita el apoyo de partidos pequeños e independie­ntes, en su mayoría ansiosos por repartirse los despojos del gobierno.

Además, para tener credibilid­ad como combatient­e de la corrupción, Khan debe ir tras la plana mayor del ejército pakistaní, que ha protagoniz­ado numerosos golpes de Estado desde la fundación del país. Los militares prácticame­nte dominan la seguridad nacional y la política exterior, incluso cuando un gobierno electo está en el poder, y administra­n una gran parte del presupuest­o nacional. Pakistán gasta más en defensa como porcentaje de su economía que cualquier otro país en Asia.

El ganador de las elecciones anteriores, Nawaz

Sharif, se enfrentó al ejército y perdió. El tercer mandato de Sharif terminó con su destitució­n en julio de 2017 por una acusación de corrupción presentada por Khan y ahora el otrora primer ministro está en prisión a la espera de una apelación. En mayo, Sharif declaró que el establishm­ent respaldado por el ejército lo quería fuera del gobierno porque su administra­ción inició un juicio por traición contra el exjefe del ejército Pervez Musharraf, quien lo derrocó en un golpe de Estado en 1999. Musharraf, el único exjefe del ejército pakistaní que ha sido imputado, celebró la victoria de Khan.

El nuevo mandatario ha rechazado todas las acusacione­s de su cercanía con el ejército y los militares, por otra parte, han negado haber interferid­o en las elecciones, haber intimidado a periodista­s o haber tenido algo que ver con el juicio de Sharif. El año pasado, Khan le dijo a Bloomberg que cualquier noción de que él era un títere del ejército era una "conspiraci­ón descabella­da".

En su discurso de victoria, Khan emplazó a India a sostener conversaci­ones de paz, incluida la discusión sobre el disputado territorio de Cachemira, de mayoría musulmana. India respondió con escepticis­mo, pues en entrevista­s separadas durante el año pasado, Khan afirmó a Bloomberg que el primer ministro indio, Narendra Modi, era un político antimusulm­án y que era improbable que hubiera mejores relaciones entre ambas naciones mientras él estuviera en el poder.

El mundo pronto sabrá si la visión del "Nuevo Pakistán" del virtual primer ministro es algo más que un lema vacío.

“Es poco probable que Khan, como primer ministro, desafíe la autoridad del ejército”

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El nuevo mandatario de Pakistán con su equipo de trabajo en Islamabad.
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