Una crisis política golpea al presidente de Brasil, mientras la población sufre el embate del Covid-19.
● Una actitud despectiva frente al virus y una crisis al interior de su gabinete han erosionado poco a poco el apoyo al mandatario.
“¿Y qué? Lo siento. ¿Qué quieres que haga al respecto? No puedo hacer milagros”.
Esa fue la respuesta del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, el 28 de abril a la noticia de que su país había superado las 5 mil muertes por coronavirus y no fue exactamente alentadora.
Bolsonaro se ha esforzado por ser lo más contrario posible durante la pandemia, rechazando la orientación de salud pública, incluso cuando los hospitales de Brasil están abrumados y los sepultureros trabajan tan rápido como pueden para enterrar a los muertos.
Ahora, Brasil enfrenta una perspectiva aterradora. Semanas después del surgimiento de los casos de Covid-19 en otras partes del mundo, el número de personas con resultados positivos continúa aumentando en el país más grande de América Latina, sin un pico a la vista. Bolsonaro ha enfrentado estos tiempos extraordinarios en su forma típica: testarudo, hosco e indignante. Su negativa a abrazar el distanciamiento social, incluso para él mismo, pues regularmente camina a través de mercados públicos abarrotados, lo ha convertido en un caso atípico global.
No está solo: el presidente Donald Trump, al principio, negó la seriedad de la pandemia y quiso que se terminara el distanciamiento social en Semana Santa.
Andrés Manuel López Obrador también hizo caso omiso de la precaución; a mediados de marzo seguía abrazando y besando a sus seguidores mientras aumentaba el recuento global de cuerpos. Pero ningún líder ha rechazado la orientación médica del Covid-19 como Bolsonaro.
Antes de soltar su ahora famoso “¿Y qué?”, Bolsonaro minimizó constantemente la gravedad de la pandemia. Desde marzo lo ha llamado “exagerado”, “una no-crisis”, una “fantasía” inventada por los medios de comunicación, y solo una “pequeña gripe”, todo a pesar del hecho de que la mayoría de su séquito que fue a una visita a EU contrajo el virus y varios de ellos enfermaron. Cuando los gobernadores brasileños trataron de controlar el brote con confinamiento, los reprendió por dañar la economía.
Bolsonaro prospera con reacciones violentas, por lo que cuando la gente comenzó a criticarlo por no usar un cubrebocas cuando saludó a sus seguidores, volvió a arremeter. “No se sorprenda si me ve en un vagón de metro lleno en São Paulo o en un ferry en Río”, dijo. “Es una demostración de que estoy con la gente”. Y cuando su ministro de Salud lo contradijo al respaldar las medidas de distanciamiento social, Bolsonaro lo despidió.
Mientras tanto, Brasil está viendo crecer su número de casos de Covid-19 a un ritmo más rápido que Estados Unidos o Reino Unido. A partir del 6 de mayo, el Ministerio de Salud reportó casi 116 mil casos y 7 mil 958 muertes. Al mismo tiempo que los centros comerciales comenzaron a reabrir en respuesta a las reprimendas del presidente, el secretario de Salud del estado de Río de Janeiro calificó la curva de contagios como “fuera de control”.
Una crisis de salud pública como la que enfrenta Brasil sería un gran obstáculo para cualquier presidente. Pero el coronavirus es solo uno de los problemas de Bolsonaro. También está enredado en una grave crisis política.
En 2018, Bolsonaro fue elegido ampliamente con una plataforma anticorrupción, antisistema y pro-familia nuclear en una ola de populismo. Desde entonces, ha cargado con una base de seguidores formada por los militares, la élite rica y la derecha religiosa. Los acontecimientos recientes dentro del gobierno han dividido esa base, han desorganizado el gabinete de Bolsonaro, estancado su agenda política, exacerbado su mala relación con el Congreso y lo han dejado en una batalla con la Suprema Corte y bajo una investigación criminal federal.
Las cosas se resolvieron en dos cortas semanas: el 16 de abril, Bolsonaro despidió a su ministro de Salud. El 24 de abril, su ministro de Justicia, Sergio Moro, el político más popular de Brasil, renunció y acusó a Bolsonaro de tratar de reemplazar al jefe de la policía federal con alguien más cercano a él. Bolsonaro ha negado la acusación (la policía federal ha llevado a cabo investigaciones que podrían implicar a los hijos del presidente). Tres días después de eso, la Suprema Corte permitió que los fiscales federales abrieran una investigación sobre los reclamos de Moro. Y el 29 de abril, el tribunal bloqueó a Bolsonaro de nominar a un aliado cercano como el nuevo jefe de la policía federal.
El drama tiene muchos observadores que se preguntan cómo va a soportar esto el país. En una videoconferencia para una revista legal el 4 de mayo, tres expresidentes brasileños: Michel Temer, Fernando Henrique Cardoso y Fernando Collor de Mello, coincidieron en que una crisis institucional podría estar en camino. Las palabras de Bolsonaro han “creado inquietud y exasperación” en un momento en que el país necesita “paz”, dijo Collor.
Luego está la economía, que había estado fallando cuando Bolsonaro asumió el cargo con su promesa de inculcar reformas liberales. Ahora, esos esfuerzos han sido eliminados o puestos a un lado. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional prevén que la economía brasileña se contraerá un 5 por ciento en 2020. El real ha perdido casi el 30 por ciento de su valor este año, el peor desempeño entre las principales monedas del mundo. Boeing Co. canceló un acuerdo muy esperado de 4.2 mil millones de dólares con Embraer SA, un conglomerado aeroespacial cuyas acciones forman parte del índice bursátil de referencia de Brasil. Y también existe una preocupación generalizada de que el ministro de Economía, Paulo Guedes, el timón neoliberal del barco de Brasil, pueda renunciar próximamante.
“No necesitamos agregar una crisis política a la gran crisis económica y de salud que ya estamos enfrentando”, dijo el 5 de mayo Candido Bracher, presidente de Itaú Unibanco Holding SA, durante una conferencia de prensa.
Como era de esperar, la popularidad de Bolsonaro se ha visto afectada, especialmente después de la partida de Moro. Una reciente encuesta de opinión de XP mostró su desaprobación en un máximo histórico de 42 por ciento. La mayoría de los encuestados, el 67 por ciento, vio que la salida de Moro tenía un impacto negativo en el país, y el 49 por ciento dijo que espera que el resto de la administración de Bolsonaro sea “mala” o “terrible”.
Sin embargo, cada fin de semana, muchos de sus partidarios se envuelven en banderas brasileñas en la capital, Brasilia, con carteles que exigen el “cierre” del Congreso, calificando a la Suprema Corte de “vergüenza nacional” y, a veces, incluso piden el regreso al gobierno militar. Por ahora, Bolsonaro “todavía tiene su base de apoyo”, afirma Mauricio Santoro, profesor de política en la Universidad Estatal de Río de Janeiro, “pero absolutamente perderá algunos de ellos debido a esto”. Las próximas elecciones presidenciales son hasta 2022, pero las municipales de octubre podrían ofrecer una visión del futuro.
Es improbable que Bolsonaro sea destituido en el corto plazo, a pesar de que más de 30 solicitudes para su juicio político han llegado al escritorio del presidente de la cámara baja, Rodrigo Maia. Maia ha pisado los frenos, diciendo el 27 de abril que el Congreso debe tener “paciencia y equilibrio para lidiar con lo que es más importante: la vida, el empleo y los ingresos de los brasileños”. Parece que hay un límite para la cantidad de crisis que Brasil puede soportar a la vez.
A fines de febrero, cuando Estados Unidos aún no registraba ninguna muerte por Covid-19 y la campaña de Joe Biden por la Casa Blanca pendía de un hilo, el candidato demócrata hizo un comentario que puede resultar trascendental en los próximos cinco años. “(Para el momento en que dejé la vicepresidencia) yo había pasado más tiempo con Xi Jinping que cualquier otro líder mundial. Es un tipo que no tiene una pizca de democracia con ‘d’ minúscula, es un matón”, dijo en Carolina del Sur.
Las declaraciones de los candidatos no son una guía de cómo actuarán, pero la frase destaca por venir de quien vino. En primer lugar, Biden realmente conoce a Xi mejor que nadie en la política de EU. Los dos pasaron mucho tiempo juntos desde 2011, cuando Xi era el segundo al mando en su país. En segundo lugar, el viraje en la postura de Biden es notorio.
El cambio de Biden es reflejo de una transformación en la forma en que el establishment de Washington ve a China. Durante casi 30 años, Beijing pudo recurrir a un grupo de aliados en el Capitolio, todos convencidos de que la colaboración y la integración económica convenían al interés de EU. Ese apoyo ha desaparecido, hoy existe un amplio consenso bipartidista de que China representa una amenaza para los valores estadounidenses y su seguridad. Las bancadas coinciden en la necesidad de restringir la inversión china en el país, mantener la venta de armas en Taiwán, evitar que Huawei Technologies Co. participe en las redes 5G e impedir que empresas chinas dominen la inteligencia artificial.
La conclusión es que incluso si Biden derrota a Trump, las relaciones EU-China no mejorarán. De hecho, podrían empeorar. La pandemia del Covid-19 y la crisis económica que ha provocado han aumentado las voces que piden que EU reduzca la integración económica con el Pacífico. La desconfianza estadounidense aumentará si resulta que Beijing ocultó la escala y la letalidad del virus.
Para entender cuánto se ha deteriorado la relación entre China y EU, es menester mirar atrás. Y Biden, quien llegó al Senado un año después de la histórica visita de Richard Nixon a Beijing en 1972, puede dar buena cuenta de ello. En 1979 fue de los legisladores que visitó la capital china para encontrarse con el líder supremo Deng Xiaoping y cerrar un pacto para monitorear los esfuerzos soviéticos en control de armamento. En la década siguiente, EU y China entraron en una época de apertura mutua y se establecieron los primeros lazos económicos serios.
Esta cooperación se vio alterada por la masacre de Tiananmen, que llevó a Biden y a todo el Senado a votar por la imposición de sanciones. Las relaciones se reanudaron a mediados de los años noventa ante el deseo de las empresas de EU por acceder al enorme potencial del mercado chino. La adhesión de China a la Organización Mundial del Comercio fue apoyada por Biden y gran parte del establishment de Washington. El proceder de Biden reproducía lo que demócratas y republicanos creyeron por más de 20 años: que a pesar de las disputas con China, la forma de resolverlas era negociando y no confrontando.
Hasta el final de la administración de George W. Bush y el comienzo de su etapa como vicepresidente de Obama, Biden todavía creía que la apuesta daría frutos. China convirtió entonces la cooperación en auténtica necesidad.
A principios de 2009, en su primer viaje a Asia como secretaria de Estado de Barack Obama, Hillary Clinton agradeció a las autoridades chinas su “confianza en los bonos del Tesoro de EU” en medio del colapso financiero global, y agregó que los desacuerdos en materia de derechos humanos no deberían “interferir” con los esfuerzos para paliar la crisis.
Entonces, repentinamente, las relaciones comenzaron a enfriarse. China se mostró más asertiva cuando el presidente Hu Jintao llegaba al final de su mandato, reclamando activamente el territorio en disputa en el Mar de China Meridional a pesar de las objeciones de EU. También crecía su confianza en la superioridad de su modelo económico, que había escapado de la crisis relativamente indemne.
Washington creía que China moderaría sus ambiciones. Además, un nuevo líder estaba por asumir el mando del Partido Comunista, y Biden tenía la tarea de averiguar cómo percibía a EU. El primer encuentro de Biden con Xi se produjo en 2011. Seis meses después, Biden recibió a Xi en su casa en Washington y al concluir las reuniones, Xi indicó que él y Biden habían alcanzado un “consenso” sobre un “nuevo modelo de relaciones entre las grandes potencias”, una frase que sugería que China creía que en adelante la relación sería entre iguales.
Pronto esa frase encontró asidero. Xi se convirtió en líder del Partido en 2012 e hizo su primera visita a EU como tal el año siguiente, en una cumbre informal con Obama. Aunque el presidente estadounidense calificó el encuentro como “excelente”, en privado no fue tan terso, según una persona que estuvo presente. Obama cuestionó a Xi por las operaciones de espionaje cibernético, una queja constante de las empresas estadounidenses. Xi respondió que EU no podía estar seguro de quién estaba detrás de los hackeos, y Obama replicó: “Sabemos que son ustedes”.
Las intrusiones cibernéticas no disminuyeron y el gobierno de Xi intensificó actividades que contravenían las advertencias de EU, como la construcción de islas en el Mar de China Meridional. Al mismo tiempo, crecía el malestar entre las empresas norteamericanas frustradas por el robo de propiedad intelectual y del favoritismo que gozan las empresas chinas. Tampoco había ninguna evidencia de que, como habían creído alguna vez Biden y otros legisladores, el intercambio económico se tradujera en una China menos represiva y más democrática.
Trump ha delineado una confrontación con China directa y sostenida, imponiendo aranceles y restringiendo inversiones de compañías como Huawei. Aunque los demócratas han criticado sus tácticas, pocos han cuestionado el objetivo de reequilibrar la relación económica más importante del mundo.
Biden, que encabeza varias encuestas frente a Trump, ha argumentado que la administración ha sido blanda. Mientras el presidente guardó silencio cuando las protestas a favor de la democracia sacudieron Hong Kong el año pasado, Biden elogió la “valentía extraordinaria” de los manifestantes.
En un discurso en octubre, acusó a Trump de ignorar las preocupaciones sobre los derechos humanos con tal de asegurar un acuerdo comercial. Y cuando la fase uno del acuerdo se firmó en enero, el demócrata llamó a China “el gran ganador”, arguyendo que el acuerdo no “resolvió los problemas reales en el centro de la disputa, incluidos los subsidios industriales, el apoyo a las empresas estatales, el robo cibernético y otras prácticas depredadoras”.
Una persona que conoce bien a Biden dice que si éste derrota a Trump, adoptará una postura firme sobre las ambiciones económicas y de política exterior de China y también buscará su colaboración en temas globales como el cambio climático. Su propósito será evitar que China intimide a otros países.
Tampoco es inconcebible que las relaciones bilaterales mejoren. Sin embargo, hay un argumento sólido para pensar que, dada la trayectoria de China bajo Xi, es probable que el país no llegue a conciliarse con las democracias liberales.
Joe Biden, desde luego, ya no sugiere que eso sea posible, o que EU y China no representen visiones incompatibles del futuro. “El compromiso de Estados Unidos con los valores universales nos distingue de China”, dijo ante el Consejo de Relaciones Exteriores a fines del año pasado. “El mundo libre debería unirse para rivalizar con los esfuerzos de China para propagar su modelo de autoritarismo de alta tecnología”.
Xi emitió una declaración indicando que él y Biden habían alcanzado un “consenso” sobre un “nuevo modelo de relaciones entre las grandes potencias” Xi Jinping