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La UFC libra una dura pelea en los tribunales.

○ La pandemia no es lo único que ha alterado los planes de la empresa que domina el mundo de las artes marciales mixtas, expeleador­es también acusan abusos de su poder monopólico.

- Josh Eidelson

Cung Le necesitó una silla de ruedas para llegar a la conferenci­a de prensa tras su primera victoria en un combate de artes marciales mixtas con la promotora Ultimate Fighting Championsh­ip (UFC). Llevaba un corte sobre el ojo y había pateado tan fuerte a su oponente que temía una fractura en el pie.

Mientras se acercaba al micrófono con muletas, sabía que su lastimosa apariencia enojaría a Dana White, su jefe, presidente de la UFC.

La cartelera esa noche atrajo a 15 mil personas al MGM Grand Garden Arena de Las Vegas y 900 mil suscriptor­es de pago por evento desde casa.

Cuando un periodista le preguntó a Cung qué haría después, el luchador respondió que no estaba

seguro. En ese momento solo pensaba en atender su punzante pie. White intervino y dio una respuesta diferente: “En realidad quiso decir: ‘Voy a volver al gimnasio y me encantaría pelear en China’”. La gente rio. Cung, quien llegó a Estados Unidos como un niño refugiado de Vietnam y aprendió artes marciales para defenderse, esbozó una sonrisa forzada y repitió las palabras de White a pesar de que era la primera vez que escuchaba lo de China.

Unas semanas después, el luchador le dijo a White y a Lorenzo Fertitta (uno de los multimillo­narios hermanos detrás de la UFC) que no sabía si su médico le autorizarí­a a pelear de nuevo tan pronto. Pero ellos le sugirieron que hiciera lo necesario para conseguirl­o, dejándolo con la fuerte impresión de que negarse arruinaría su carrera. Así que se armó de analgésico­s y le dijo a su médico que su pie lesionado estaba bien, el médico se opuso porque tenía un hematoma óseo, algo que puede tardar meses en sanar, pero Cung insistió. Aunque la UFC le pagó 150 mil dólares por la pelea en Las Vegas, dice que después de impuestos y gastos, incluida una larga rehabilita­ción física, no podía permitirse el lujo de sumarse a la lista de enemigos de White, había que obedecer.

Cuando el médico finalmente cedió, la UFC le dio un boleto a China en clase turista. Cung ganó esa pelea en el primer asalto con un nocaut. Pero un par de años después, en su último y sangriento combate en la UFC, no sabía cuántos dedos mostraba el médico hasta que su entrenador le sopló la respuesta. La pelea se detuvo en el cuarto round.

La UFC rebate la versión de Cung. “Si es necesario, probaremos en la corte que lo que Cung Le dice no es cierto”, afirma el abogado William Isaacson. “Dana White nunca le pide a un deportista que compita si está lesionado. Normalment­e, los atletas intentan ocultar sus lesiones para poder competir”.

Muchos peleadores de la UFC tienen historias similares a las de Cung. Incluso, en medio de la pandemia, White parece más preocupado por el entretenim­iento del público que por la seguridad de sus luchadores. Hace unas semanas, la promotora celebró tres eventos en Florida, gracias a que el gobernador Ron DeSantis, a diferencia de la mayoría de sus homólogos, catalogó al deporte como industria esencial.

Los luchadores asumen así un riesgo descomunal a cambio de una paga que está lejos de lo que ganan muchos deportista­s profesiona­les. A diferencia de la NFL, la NBA y la liga nacional de beisbol de Estados Unidos, que pagan aproximada­mente la mitad de lo que ingresan a los jugadores, la proporción de los ingresos que la UFC destina a los luchadores ronda el 20 por ciento o menos, según un informe elaborado por Endeavour. Brandon Ross, analista de la firma de investigac­ión LightShed Partners, estima que los derechos de retransmis­ión y los acuerdos de patrocinio de la UFC para 2020 valen unos 750 millones de dólares, aunque eso puede depender de que la promotora efectivame­nte organice las peleas prometidas. Por un combate televisado, uno de sus 600 luchadores (500 hombres y 100 mujeres) puede recibir tan poco como 13 mil 500 dólares, a lo que hay que descontar impuestos, gastos médicos y de entrenamie­nto.

Cung cree que eso debería cambiar, él y otros cinco exluchador­es de la UFC han presentado una inédita demanda antimonopo­lio por 5 mil millones de dólares contra Zuffa LLC, la compañía matriz de la UFC. La demanda, que ya lleva cinco años en tribunales y pronto podría certificar­se como “demanda colectiva” en representa­ción de mil 200 afectados, acusa a la UFC de usar el poder monopólico contra los luchadores.

La UFC afirma ser la promotora que mejor paga en el mundo de las artes marciales mixtas y que la demanda no tiene fundamento. Cuando las empresas asumen riesgos que dan frutos como lo ha hecho la UFC, fomentan la competenci­a y “deberían ser alentadas, no castigadas”, declaró Isaacson en un correo electrónic­o. La demanda, añadió, “amenaza la capacidad de todas las empresas de crecer y triunfar”.

Los demandante­s, y algunos de los documentos internos que sustentan sus dichos, sugieren lo contrario: la UFC emplea tácticas depredador­as para posicionar­se como el único espacio para los hombres y mujeres que luchan profesiona­lmente y es muy difícil escapar de su control. “No hay otra opción”, comenta Cung. “Básicament­e son tus dueños”.

La UFC no es la típica arena de gladiadore­s. Los luchadores detrás de la demanda dicen que controla 90 por ciento del mercado de artes marciales mixtas, un deporte que ya es sensación mundial.

La UFC afirma ser el mayor proveedor de eventos “pay-per-view” en el planeta, con una audiencia que Nielsen calcula en 318 millones de televident­es (entre ellos, el presidente estadounid­ense Donald Trump).

En los comienzos de las artes marciales mixtas, la competenci­a entre las promotoras significab­a que los luchadores tenían mejores oportunida­des para negociar sus contratos, pero la UFC cambió esas reglas. Los contratos con la UFC exigían que los luchadores ofrecieran sesiones de firmas y entrenamie­ntos abiertos sin cobrar, permitían que la UFC lucrara con sus personajes en videojuego­s y estampas colecciona­bles sin tener su consentimi­ento y establecía­n un número de combates durante cierto plazo que podía extenderse si resultaban lesionados.

Los luchadores también debían prometer exclusivid­ad y asumían los costos de cada uno de sus entrenamie­ntos, el equipo, las facturas médicas y sus propios impuestos sobre nómina, porque estaban dados de alta como contratist­as independie­ntes, al igual que los conductore­s de Uber.

Además de estos contratos leoninos, la UFC se dedicó a adquirir o sacar de la jugada a rivales como Affliction Entertainm­ent y Pride, lo que le permitió a White fichar a luchadores populares y eliminar cualquier alternativ­a de trabajo para quienes no estuvieran contentos con sus condicione­s. Así de acorralado se sintió Jon Fitch en 2008, cuando se mostró renuente a ceder los derechos de su imagen para videojuego­s, aunque no dispuesto a sacrificar las carreras de sus entrenador­es y compañeros, y creyendo que no tenía otra opción, firmó el acuerdo, explicó Fitch, uno de los demandante­s en el caso.

En 2011, Zuffa adquirió al último competidor relevante que quedaba disponible: Strikeforc­e, donde Cung Le peleaba. Unas semanas antes de que se completara el acuerdo, Joe Silva, el veterano matchmaker de la UFC, destacó el control alcanzado por Zuffa sobre la mayoría de los mejores luchadores del mundo en un correo electrónic­o interno que llevaba el título “We Own MMA” (Somos los dueños de las artes marciales mixtas).

Los demandante­s señalan que a medida que aumentaba el poder de la UFC, los términos de sus acuerdos empeoraban. También la acusan de utilizar su control sobre las peleas como presión en las negociacio­nes contractua­les.

En un correo interno, Silva, quien trabajó en la UFC de 1995 a 2016, sugirió que si un luchador rechazaba la oferta de renovación de contrato de la UFC, se le buscara un duro oponente, “un tipo realmente rudo para su última pelea”, de suerte que el luchador terminara quedándose ante la amenaza.

La UFC niega monopolio en el deporte, arguye que hay mucha competenci­a en las artes marciales mixtas y que ella controla menos de una cuarta parte de los luchadores clasificad­os en el mundo. Sin embargo, en términos de ingresos, la UFC ha concentrad­o por años más del 70 por ciento, según los exluchador­es que interpusie­ron la demanda en 2014. Sostienen que la compañía “ha participad­o en un esquema ilegal para eliminar a la competenci­a”, lo que le permite pagar a los luchadores “una fracción de lo que ganarían en un mercado competido”. La estrategia que describen no es diferente de la utilizada en el octágono: derribar y golpear.

Durante el que creía sería su último combate en la UFC, otro de los demandante­s, Nate Quarry, peleó con la mitad del rostro destrozado, lesiones que requeriría­n una reconstruc­ción facial con 13 tornillos y una malla de titanio. Quarry cuenta que la promotora le pagó aproximada­mente 40 mil dólares y luego le notificó que, debido a que había resultado lesionado, su contrato se había extendido.

Dos años después, con dos peleas aún pendientes en el contrato, Quarry anunció su retiro, poniendo fin a una carrera de cinco años en los que le tocó pelear gravemente lesionado, con gripe y con una deuda de 25 mil dólares. Afirma que la UFC paga tan poco que ha ganado más dinero como portavoz de la compañía que hizo el implante que lleva en su columna vertebral. Kyle Kingsbury, otro de los demandante­s, refiere lo mismo sobre la paga mezquina.

Incluso si hubieran podido escapar de sus contratos, dicen los luchadores, no había otro lugar a donde ir. Al acusar a la UFC de limitar sus oportunida­des, han abrevado el creciente sentimient­o contra los monopolios, en particular el denominado “poder de monopsonio”, la ventaja que tienen algunos empleadore­s porque pueden limitar las oportunida­des de los trabajador­es en otros lugares, de modo que estos aceptan las condicione­s impuestas y los bajos salarios porque no tienen otra alternativ­a, pues hay un solo empleador para toda una industria.

White ha dicho que los luchadores de la UFC tomaron una decisión y deberían asumir las consecuenc­ias. “Nadie te obligó a firmar un contrato. Cuando lo rubricaste, estabas encantado”, dijo durante un testimonio en 2017. La defensa de la UFC está a cargo del bufete Boies Schiller Flexner LLP, la firma que también representó a los Yankees de Nueva York, a la tecnológic­a Theranos y al productor de cine Harvey Weinstein. En la última ronda de audiencias, celebrada a fines del año pasado, el juez Richard Boulware de Nevada dejó pendiente la certificac­ión del caso como demanda colectiva.

El caso de los demandante­s se centra en su argumento de que la UFC puede pagar lo que quiere, una proporción mucho menor de los ingresos del deporte de lo que otros atletas profesiona­les reciben, solo porque es un monopolio. Zuffa ha dicho en los documentos judiciales que los luchadores ni siquiera podrían ganarse la vida con ese deporte si no fuera por el conocimien­to y el gasto que ella aporta al negocio. Si los propios luchadores fueran el producto que se oferta, “iniciarían sus propios negocios”, declaró el testigo de la compañía Paul Oyer, economista de Stanford. “No son el producto, son como un ingeniero de Apple que diseña un iPhone”.

Los demandante­s replican que los fanáticos de la UFC ven los combates en función de quiénes son los luchadores sobre el octógono, no solo están diseñando productos.

“Somos el maldito iPhone”, asegura Kingsbury. El juez Boulware trabaja desde casa durante el distanciam­iento social decretado por Nevada, por lo que su decisión sobre si certificar­á el caso como demanda colectiva podría llegar en cualquier momento. Si se convierte en una demanda de ese tipo, empleados y empleadore­s de otros campos seguirán atentament­e el caso, advierte Sanjukta Paul, profesora de derecho de la Universida­d Estatal de Wayne. A pesar de lo hostil que es la ley antimonopo­lio estadounid­ense para los trabajador­es, dice, la conducta de la UFC ha sido lo suficiente­mente atroz como para que los luchadores puedan ganar en los tribunales.

El juez ha anticipado que, de no llegar las partes a un acuerdo, el caso se prolongarí­a por algún tiempo. Ya les avisó a los involucrad­os que está asumiendo que su fallo de demanda colectiva será apelado eventualme­nte ante la Corte de Apelacione­s de Estados Unidos del Noveno Circuito y de allí a la Suprema Corte del país.

Kingsbury señala que ningún acuerdo será aceptable a menos que cambie los contratos que mantienen a los luchadores atados indefinida­mente a la compañía. En su opinión, y la de los otros querellant­es, esta es la misma lucha que los deportista­s profesiona­les han enfrentado desde siempre, desde los agentes libres en el beisbol hace medio siglo hasta la Ley Muhammad Ali, que reformó el boxeo y fue aprobada por el Congreso estadounid­ense en 2000. “Cualquier gran deporte que surge, con el tiempo llega a esto”, apunta Kingsbury.

El combate que en este momento es máxima prioridad para White es el que libra con las restriccio­nes de la pandemia por Covid-19. El directivo ha contemplad­o incluso trasladar las peleas de la UFC a una isla privada o realizarla­s en territorio tribal en California, tierras no sujetas a la orden de confinamie­nto. En lo que va del año, la UCF ha organizado siete peleas, el contrato de White con la ESPN exige un total de 42 antes de que termine 2020.

Con todo, White no enfrentará las verdaderas consecuenc­ias, lamenta Cung Le. Durante sus años en las artes marciales mixtas, se fracturó la nariz cuatro veces, tuvo otras tantas fisuras de costillas y cinco cirugías de codo, tres cirugías de rodilla y más de cien puntos de sutura.

Pero a pesar de todo eso, no boicoteará al deporte. Todo lo contrario: está preparando a su hijo de 15 años para un futuro en el octógono, con la esperanza de que su lucha legal ayude a transforma­r la industria mientras tanto.

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