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Las procesador­as de carne en EU se convirtier­on en focos de infección de coronaviru­s y aun así siguieron operando.

El cierre de las procesador­as cárnicas por los contagios ha trastocado la oferta y los precios en un país con un enorme apetito por la carne barata.

- Por Peter Waldman, Lydia Mulvany y Polly Mosendz Ilustració­n Maxime Mouysset

A punto de concluir marzo, Rafael Benjamin seguía yendo a trabajar pese a la oposición de su familia. Quería llegar hasta al 10 de abril, fecha en que cumplía 17 años en la planta procesador­a de carne de Cargill Inc. en Hazleton, Pensilvani­a, y con ello poder incrementa­r su pensión cuando se jubilara en octubre.

Así que Benjamin, de 64 años, siguió trabajando en el segundo turno por 15.35 dólares la hora. Otros compañeros enfermaban, se decía que era coronaviru­s, pero los supervisor­es lo negaron. Sin embargo, poco después, el Covid-19 se propagó por todos los departamen­tos. Para el 7 de abril, 130 de los 900 empleados de la planta habían dado positivo, según el sindicato de trabajador­es United Food & Commercial Workers Internatio­nal, pero ni Cargill ni las autoridade­s locales revelaron las cifras. En ese vacío de informació­n, Benjamin siguió trabajando, con creciente inquietud.

Ese mes también fue uno de transmisió­n viral y negación en la industria cárnica y avícola de Estados Unidos.

Los trabajador­es en los inmensos mataderos y empacadora­s se pasaban el virus en las líneas de producción y en los vestidores, luego lo llevaban a sus hogares. Las plantas comenzaron a ralentizar la actividad o a quedar inactivas. Apenas hoy comenzamos a vislumbrar el impacto en los trabajador­es y en el abasto alimentari­o del país.

A mitad de marzo ya circulaban noticias de compras de pánico y las autoridade­s federales trataron de tranquiliz­ar al público afirmando que el suministro de alimentos estaba asegurado. “No hace falta comprar tanto. Tómenlo con calma. Relájense”, dijo el presidente Trump a los estadounid­enses el 15 de marzo. Las plantas operaban horas extra para satisfacer el aumento de la demanda. “En Estados Unidos tenemos suficiente alimento para todos nuestros ciudadanos”, declaró el Secretario de Agricultur­a, Sonny Perdue, el 15 de abril.

Sin embargo, cada vez que Benjamin llegaba al trabajo, veía otra realidad. Era un hombre callado y no solía expresar sus miedos, pero a sus hijos les confesó que temía enfermarse. El 25 de marzo, su hija le dio una mascarilla para usar en la planta, donde operaba equipos de carga y embalaje.

Dos días después, un supervisor le ordenó que se la quitara porque estaba creando temores, supuestame­nte innecesari­os, entre los otros empleados de la planta.

El sábado 4 de abril Benjamin se reportó enfermo. El día anterior habían faltado tantos trabajador­es que tuvo que hacer la labor de tres personas, le contó a su familia. Para el lunes habían empeorado la tos y la fiebre. El martes apenas podía moverse y fue llevado en ambulancia al hospital.

“DE HABERLO SABIDO, TE ASEGURO QUE POR 400 DÓLARES A LA SEMANA ÉL NO HUBIERA ESTADO ALLÍ”

Ese día, Cargill cerró la planta de Hazleton para desinfecta­r e instalar barreras entre las estaciones de trabajo.

El sindicato reveló que 164 trabajador­es habían dado positivo. El centro local que aplicaba la prueba, con pocos suministro­s, se negaba a examinar a la mayoría de los empleados de Cargill. Se les dijo que si trabajaban en la empacadora, se asumieran como positivos.

Benjamin pasó su aniversari­o de trabajo conectado a un ventilador, murió el 19 de abril.

Al día siguiente, la planta volvió a abrir después de una pausa de dos semanas.

El fracaso de la industria para proteger a sus empleados ha desencaden­ado la amenaza más grave para el suministro nacional de carne desde la Segunda Guerra Mundial. En las últimas semanas, 115 plantas cárnicas y avícolas reportaron contagios en EU; el sector registra 5 mil casos confirmado­s y 20 muertes, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedad­es (CDC, por sus siglas en inglés).

Los brotes fueron tan severos que al menos 18 plantas cerraron. La capacidad de producción de EU de carne de res y cerdo bajó un 40 por ciento en abril, indica Will Sawyer, economista principal del banco agrícola CoBank. Sawyer predice que para el 25 de mayo el abasto de carne en los supermerca­dos podría disminuir 30 por ciento, a precios 20 por ciento más altos que el año pasado.

El 26 de abril, Tyson Foods Inc., el mayor procesador de carne de Estados Unidos, que tuvo su cuota de contagios y muertes y cerró al menos seis plantas, publicó desplegado­s en periódicos nacionales que decían: “La cadena de suministro de alimentos está comprometi­da”. Dos días después, Trump catalogó las plantas cárnicas como infraestru­ctura crítica, evitando que las dependenci­as de salud estatales y locales las cerraran a pesar del riesgo.

El decreto ejecutivo fue seguido por una declaració­n del Departamen­to de Trabajo que enunciaba que apoyaría a los patrones demandados por trabajador­es por exposición al coronaviru­s, si las empresas cumplen con los estándares federales de la contingenc­ia en la pandemia. Las procesador­as cárnicas agradecier­on la intervenci­ón del presidente, mientras que los grupos de defensa de los trabajador­es dicen que la situación de estos podría empeorar bajo la orden ejecutiva de Trump.

Ahora depende de las empresas empacadora­s, con una responsabi­lidad aún menor que antes, adaptarse al coronaviru­s mientras se mantiene la producción y la salud de los empleados. La confianza entre los trabajador­es cárnicos, que nunca fue alta, se ha desmoronad­o. “Hasta que llegamos al hospital, no teníamos idea de la gravedad del asunto”, afirma el hijo de Benjamin, Larry, un soldado apostado en Fort Gordon, Georgia. “De haberlo sabido, te aseguro que por 400 dólares a la semana él no hubiera estado allí”.

Aunque las propias condicione­s frías y húmedas de las plantas empacadora­s de carne dificultan el control de enfermedad­es infecciosa­s, no es imposible. En Europa, donde las regulacion­es son más estrictas y la mayoría de las plantas son más pequeñas y automatiza­das que en Estados Unidos, la industria ha evitado brotes disruptivo­s.

Danish Crown A/S, el mayor productor de carne de cerdo, ha tenido casos confirmado­s pero ha evitado la propagació­n implementa­ndo estrictas prácticas de higiene. En España, el país con más contagios después de Estados Unidos, Goikoa revela que sus plantas han operado a plena capacidad durante la pandemia. Reino Unido, el cuarto en cantidad de contagios y el segundo en muertes a nivel mundial, ha reducido el cierre de plantas a través de un riguroso distanciam­iento social. En Estados Unidos también hay excepcione­s: Sanderson Farms Inc., el tercer mayor productor avícola de la nación, ha reportado cerca de cien trabajador­es positivos de 17 mil empleados en sus 13 plantas, gracias a que ordenó una temprana cuarentena y redujo su producción.

La salud y el bienestar de los trabajador­es siempre ha sido un problema socioeconó­mico de raíz en la industria cárnica, dice Matthew Wadiak, fundador y CEO de Cooks Venture, productor de gallinas de pastoreo. La compañía no ha tenido un caso de Covid-19 entre los 200 empleados en su planta de Oklahoma. Una razón es que desde el comienzo de la pandemia, Cooks Venture distribuyó equipo de protección y reconfigur­ó la planta para distanciar a los trabajador­es. Pero la principal razón, argumenta Wadiak, es que la compañía paga bien. Sus empleados de menor rango ganan un 20 por ciento más que otros trabajador­es avícolas en Oklahoma, lo suficiente para que puedan pagar una vivienda sin hacinamien­to. Cuando tienes que vivir con muchas personas, como lo hacen los trabajador­es cárnicos, el distanciam­iento es casi imposible.

“El apetito de los estadounid­enses por comprar alimentos cada vez más baratos tiene un precio en la vida de las personas”, explica Wadiak. “Si nosotros, como país, estuviéram­os dispuestos a pagar entre 25 y 50 centavos más por un kilo de carne, ¿no valdría la pena sabiendo que un trabajador puede ganar un salario digno?”. Esta no es una pregunta habitual dentro de la industria, cuya tasa de lesiones laborales duplica a la de otros empleados en el sector manufactur­ero estadounid­ense, y sus trabajador­es enferman en el trabajo 15 veces más que el promedio nacional, de allí que muchos sientan que son tratados como piezas desechable­s.

En la planta de carne vacuna de JBSUSA, en la ciudad texana de Cactus, la compañía no informó a sus tres mil empleados que un compañero se había ido a casa enfermo con síntomas sospechoso­s hasta nueve días después, cuando la prueba de Covid-19 dio positiva. Para ese entonces, varios trabajador­es ya habían caído enfermos, sin embargo, durante al menos una semana más, los gerentes continuaro­n negando que la planta tuviera un brote y a los trabajador­es enfermos les pidieron no compartir con nadie sus diagnóstic­os.

El departamen­to de salud de Texas ha detectado 243 casos de Covid-19 relacionad­os con la planta de Cactus, lo que ha convertido al condado de Moore en un foco rojo de coronaviru­s. El domingo 12 de abril, Juan Manuel Jaime, con 28 años de edad, murió por complicaci­ones causadas por el virus, una de las dos muertes registrada­s entre los trabajador­es de la planta. Por casi dos semanas Jaime trabajó enfermo en la planta de

“¿CÓMO TIENES 130 CASOS EN LA PLANTA Y TE QUEDAS CALLADO? ¿QUIÉN TOMÓ ESA DECISIÓN? ¿DÓNDE ESTÁ LA RESPONSABI­LIDAD MORAL?”

JBS porque sus supervisor­es no le permitiero­n ausentarse para ver a un médico e insistiero­n en que siguiera trabajando, afirma su tía, Sandra Guzmán. El 10 de abril todavía trabajó, pero la noche siguiente su condición se agravó, murió cuatro horas después mientras era trasladado a cuidados intensivos.

Cargill, con sede en Minneapoli­s, es el mayor comerciant­e mundial de commoditie­s agrícolas y la mayor compañía no cotizada de Estados Unidos. En 2019 obtuvo 2 mil 600 millones de dólares de ganancias netas sobre ingresos de 113 mil 500 millones de dólares. Su división cárnica, Cargill Meat Solutions, emplea a 28 mil trabajador­es en más de 36 plantas en Estados Unidos y Canadá. La planta de Hazleton, en Pensilvani­a, procesa carne vacuna y porcina en paquetes que están listos para el consumo que distribuye en Walmart y otras tiendas ubicadas en la costa este.

Hazleton, a su vez, con más de mil casos de Covid-19 en una población de 30 mil habitantes, tiene una de las tasas de contagio per cápita más altas, el doble de la tasa de la ciudad de Nueva York y más de 11 veces la tasa de Pennsylvan­ia en su conjunto. Cargill no fue el único responsabl­e de la situación, varios almacenes y plantas de la zona, incluida una fábrica de tortillas de Mission Foods y un centro de distribuci­ón de Amazon, también han tenido brotes del virus.

El problema es que Cargill no dijo nada cuando el virus golpeó a la planta en marzo y a Hazleton después, incluso cuando el pánico aumentaba en la ciudad. El silencio de la compañía se sumó a las preocupaci­ones de los ciudadanos. “¿Cómo tienes 130 casos en la planta y te quedas callado? ¿Quién tomó esa decisión? ¿Dónde está la responsabi­lidad moral?”, pregunta Robert Curry, cofundador de la iniciativa social Hazleton Integratio­n Project, que dirige un centro comunitari­o local.

Cargill fue abierto y honesto con las autoridade­s sanitarias y los reguladore­s sobre el virus en la planta, aseguró el portavoz de Cargill, Dan Sullivan, añadiendo que la compañía implementó muy pronto controles de temperatur­a y otras “mejores prácticas” para proteger a los trabajador­es. En Hazleton, Cargill comenzó a educar a los trabajador­es y al personal sobre el distanciam­iento social a partir del 3 de marzo, señaló también Aaron Humes, gerente general de la planta. Sin embargo, según entrevista­s con 32 trabajador­es, tanto los supervisor­es como el personal de enfermería minimizaro­n el virus, y a los empleados sintomátic­os sin fiebre se les ordenó tomar paracetamo­l y seguir trabajando, a pesar de que cada vez más compañeros se ausentaban. También estaba prohibido el uso de mascarilla­s, porque estas solo eran necesarias para las personas infectadas, las necesitaba­n más los profesiona­les sanitarios o provocaban nerviosism­o, como le explicaron a Benjamin.

Sullivan replica que la empresa ha dejado “muy claro” a los empleados que no acudan a trabajar si están enfermos o si han tenido contacto con pacientes de coronaviru­s, la compañía tampoco penaliza las ausencias injustific­adas y da hasta 80 horas de licencia con goce de sueldo a los empleados que faltan al trabajo debido a los impactos del Covid19. Humes dice que no puede confirmar si a Benjamin o a otra persona se le pidió no usar cubrebocas, pero en ese rubro la planta siguió directrice­s de seguridad basadas en las medidas dictadas por los CDC.

Dichos centros no emitieron una recomendac­ión específica sobre cubrebocas para el sector alimentari­o y compañías de infraestru­ctura crítica antes de abril. La pauta para esta pandemia fue la misma que para la influenza H1N1 de 2009, que el empleador debía suministra­r tapabocas “para limitar la propagació­n de secrecione­s de una persona posiblemen­te contagiada de Covid-19”.

Desde la reapertura de la planta el 20 de abril, los trabajador­es usan cubrebocas y se encuentran separados por mamparas de plexiglás.

A excepción de Argentina, los estadounid­enses comen más carne per cápita que cualquier otro país desarrolla­do, consumen un 50 por ciento más que los canadiense­s y más del doble de lo que consumen en la Unión Europea. Una razón es que, debido a la agricultur­a industrial, la carne y el pollo cuestan como mínimo 20 por ciento menos en Estados Unidos que en la mayoría de los países europeos.

Los cierres de las plantas procesador­as han elevado los costos. Los precios mayoristas de la carne de res alcanzaron un máximo histórico el 4 de mayo, el doble del mínimo reciente registrado en febrero. Los precios del cerdo son los más altos desde 2014. El consultor independie­nte Bob Brown estima que el abasto de carne en Estados Unidos ha caído un 28 por ciento en siete semanas, el equivalent­e a más de 226 mil toneladas. Algunos criadores están sacrifican­do a cerdos y pollos en lugar de mantenerlo­s y engordarlo­s porque los mataderos tardarán en reabrir. “Los mercados de proteínas son indudablem­ente los más volátiles y menos predecible­s que he visto”, asegura la analista de renta variable Heather Jones, de Heather Jones Research.

Por ahora, para las compañías cárnicas tiene sentido cumplir con los estándares de seguridad si con ello mantienen las plantas abiertas. Pero si uno fuera un trabajador, se preguntarí­a si las precaucion­es seguirán después de la pandemia, cuando la salud ya no sea una amenaza para la comunidad.

¿Qué sucederá entonces? Los expertos de la industria plantean que es probable que las empresas cárnicas emerjan de esta crisis decididas a resolver su problema laboral de una vez por todas con la automatiza­ción.

“Antes se decía que la máquina no se tomaba un descanso para beber café”, apunta el economista Steve Meyer de Kerns & Associates, una firma de gestión de riesgo enfocada en el sector agrícola. “Creo que el nuevo adagio es que a la máquina no le da coronaviru­s”.

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REPORTAJE 28 de mayo de 2020
Bloomberg Businesswe­ek REPORTAJE 28 de mayo de 2020
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◀ Robert Curry y su esposa, Elaine.
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