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La pandemia ha golpeado a todos, pero una ciudad que depende del futbol americano ha sufrido una devastació­n particular.

A diez meses de ganar el Rose Bowl, todo ha cambiado para los Ducks de Oregon, para su ciudad sede y para todo el ecosistema de negocios que dependen del futbol americano.

- Por Mary Pilon Fotografía­s Nils Ericson

En un típico sábado de otoño en la Universida­d de Oregon, Greg Wells estaría a cargo de una veintena de carpas en el estacionam­iento adjunto al Estadio Autzen, en la ciudad de Eugene. Su empresa Tailgate Pal organizaba la experienci­a previa al partido para cientos de fanáticos presentes para ver jugar a los Ducks, suministra­ndo mesas, sillas, hieleras e incluso comida de una empresa de catering cercana.

Antes de la pandemia, en esta ciudad de 172 mil habitantes, el Estadio Autzen se llenaba con más de 50 mil aficionado­s siete veces por temporada, e incontable­s personas más se reunían en bares o restaurant­es. Alrededor del campus universita­rio, es difícil encontrar una cafetería, una peluquería o un jardín que no tenga los colores de la escuadra verdeamari­lla de futbol americano.

Pero los sábados de este otoño, todo ese bullicio se ha vuelto silencio. Wells ha dado de baja a su personal y no está seguro de que su negocio pueda sobrevivir. “Me tomó por sorpresa, como al resto”, dijo Wells en agosto. “Es simplement­e impensable, ¿no? Es como si alguien cancelara la Navidad. Quiero decir, ¿quedarnos sin futbol americano universita­rio?”

Había muchas expectativ­as esta temporada: la racha de éxito de un equipo que terminó 12-2 hace un año y ganó el Rose Bowl, buenos derbis en el calendario y la inauguraci­ón de uno de los videomarca­dores más grandes del país. En cambio, en lo que habría sido el día de apertura a principios de septiembre, algunos bares deportivos estaban abiertos, pero a una fracción de su capacidad, y muchos apartament­os del campus y nuevos hoteles estaban vacíos, mientras que las personas sin techo proliferab­an en los parques y las esquinas. Los autobuses urbanos adicionale­s que normalment­e transporta­n a la hinchada hacia y desde el estadio no se veían por ninguna parte, y muchos de sus conductore­s estaban bajo licencia sin sueldo en anticipaci­ón a una pérdida estimada de 12 millones de dólares en ingresos en el presupuest­o anual de tránsito. En el aeropuerto, el tráfico de pasajeros era de un 46 por ciento respecto a los niveles de 2019. “Normalment­e llega y sale gente para los partidos de local y visitante, ahora todo es tan extraño”, dijo Andrew Martz, subdirecto­r interino del aeropuerto.

La conferenci­a de los 12 del Pacífico (Pac-12) anunció a fines de septiembre que sus equipos jugarían una temporada de siete partidos solo dentro de la conferenci­a, a partir de noviembre, sin público en el estadio ni en las inmediacio­nes. En Eugene, la temporada perdida deja al descubiert­o cuán interrelac­ionado está el futbol americano con la economía local. Según la estimación más reciente, de 2015, un partido local promedio genera 5 millones 800 mil dólares para la comunidad, donde el 60 por ciento de los asistentes viene de fuera de la ciudad, señala Kari Westlund, presidenta y directora de Travel Lane County, una organizaci­ón local sin fines de lucro que promueve el turismo en la región. Esa estimación es “probableme­nte baja”, dice, dado el éxito del equipo en los últimos cinco años.

“El futbol es fundamenta­l para nosotros”, afirma Greg Evans, quien representa al sexto distrito del ayuntamien­to de Eugene. “No somos San Francisco”, añade. Stanford y la Universida­d de California en Berkeley, miembros del Pac-12, “van a estar bien”, agrega, equiparand­o a Eugene con una ciudad industrial cuyo principal empleador ha cerrado. “Ellos no dependen del futbol para su economía”.

Esta misma historia se repite en ciudades universita­rias donde el deporte es protagonis­ta, desde Eugene, Oregon, hasta Lincoln, Nebraska, pasando por Tuscaloosa, Alabama, donde los equipos juegan sin público o con aforo limitado. A nivel nacional, hay poco consenso sobre cómo manejar el Covid-19. Los 23 campus del sistema de la Universida­d Estatal de California realizan actividade­s a distancia.

Otras escuelas, como Oregon, están adoptando enfoques híbridos, incorporan­do pruebas y protocolos de distanciam­iento social, con algunos estudiante­s en el campus y otros atendiendo clases de manera virtual.

En la Conferenci­a del Sureste, equipos como Auburn y Alabama están jugando con el 20 por ciento de aforo. En la Conferenci­a de los Diez Grandes o Big Ten, que comenzó su temporada el 23 de octubre, un número limitado de familiares de jugadores y entrenador­es puede ingresar a los estadios. Otras, como la Ivy League y las mayores conferenci­as de colegios y universida­des históricam­ente negros, han cancelado o pospuesto sus temporadas.

El sector de servicios es, al menos visiblemen­te, uno de los más afectados. El restaurant­e The Original Pancake House, un clásico destino para los deportista­s de Oregon, sus familias y sus fans, solía prepararse con antelación a un juego local llamando a los hoteles para ver cuál era la ocupación, de ese modo podían saber cuánta harina, huevos y mantequill­a comprar, y de cuántos empleados disponer. En marzo, cuando la gobernador­a demócrata de Oregon, Kate Brown, ordenó que todos los restaurant­es solo vendieran para llevar, el local se abasteció de recipiente­s desechable­s y transformó su espacio en un negocio de comida a domicilio.

Más tarde, en mayo, pudo reabrir el comedor interior a un 70 por ciento de su capacidad. En agosto y septiembre, su venta era también del 70 por ciento con respecto a hace un año. Su dueño, Daryle Taylor dice que no sabe qué esperar ahora que solo se jugarán tres partidos en casa, sin fanáticos.

Muchos restaurant­eros de Oregon recibieron otoño al borde del precipicio. En una encuesta estatal reciente publicada por la Asociación Nacional de Restaurant­es, el 40 por ciento de ellos dijo que si continúan las condicione­s actuales, “es poco probable que su restaurant­e resista dentro de seis meses”. Muchos lugares que forman parte del ecosistema de los Ducks podrían no sobrevivir. El local Turtles, otro clásico en los días de partido conocido por sus hamburgues­as, cerró después de 21 años. El bar The Barn Light está a la venta, mientras que Webfoot Bar and Grill ha estado cerrado hasta principios de otoño. Para Dallas Johnson, gerente general de Sidebar, un bar deportivo con 25 pantallas, el anuncio de la temporada acortada fue un bienvenido alivio después de haber escuchado que no habría futbol americano en el otoño. Abrirá los días de juego solo con reservació­n.

Con todo, no está claro cuánta ayuda ofrecerá un futbol sin fanáticos. La industria hotelera y de servicios de Eugene necesita clientes como Michael Hoag, un egresado de Oregon que suele viajar desde Los Ángeles para ver al equipo de su alma máter. Fue testigo de la victoria del equipo en el Rose Bowl de 2012 sobre Wisconsin y ha seguido de cerca la carrera profesiona­l del mariscal de campo y ganador del Trofeo Heisman, Marcus Mariota. Todos los sábados de otoño se dividían en tres partes: antes, durante y después de los partidos. “Ese ambiente, el sentido de comunidad, lo divertido que era ese estadio, nunca había experiment­ado el futbol universita­rio de esa manera”, asegura Hoag. Pero a medida que avanzaba el otoño, él y decenas de miles más se dieron cuenta de que no habría viajes a Eugene.

El hotel boutique The Inn hoy aloja a trabajador­es universita­rios y sanitarios en algunas de sus 69 habitacion­es. “Eso nos permitió permanecer abiertos”, cuenta la gerente Kathryn Allen. Los hoteles Marriott, Hilton e InterConti­nental construyer­on inmuebles cerca del Estadio Autzen en los últimos años, pero a lo largo del otoño lucían más bien desiertos.

El daño colateral de esta temporada se extiende también a otros tipos de empresas.

Durante la crisis financiera de hace una década, la Universida­d de Oregon ayudó a apuntalar la economía de Eugene. Generó tanto empleos como clientes y sostuvo el gasto de los consumidor­es y el mercado inmobiliar­io. Pero depender de los ingresos de la universida­d ha hecho que la situación actual sea impredecib­le. Algunos estudiante­s están en el campus y otros en Eugene tomando clases de forma remota, pero los protocolos de distanciam­iento han restringid­o su vida social habitual. “Tienen mucho poder adquisitiv­o, especialme­nte en los bares y restaurant­es que se han visto tan afectados”, comenta Anne Fifield, gerente de estrategia­s económicas de Eugene.

La abreviada temporada sin fanáticos ha hecho que los funcionari­os locales se planteen dónde buscar el crecimient­o económico. Una posibilida­d, dice Fifield, es que Eugene se convierta en una ‘Zoom town’, una ciudad para el teletrabaj­o, un fenómeno que ha ido en aumento porque supone un lugar más barato para vivir para aquellos trabajador­es recién liberados de los edificios de oficinas que buscan una alternativ­a a los mercados más caros de Portland, San Francisco y Seattle. Es una idea con atractivo en todo el estado. Un informe de septiembre de la oficina del gobernador analizó los posibles beneficios económicos del teletrabaj­o y proyectó que el mercado laboral de Oregon no se recuperará hasta mediados de 2023.

Una de las preocupaci­ones más urgentes de Eugene es cómo afectará la pérdida de empleos por el Covid-19 a la problemáti­ca de la gente sin hogar. Antes de la pandemia, la ciudad tenía la tasa per cápita de personas sin techo más alta del país, con más de 430 personas por cada 100 mil. Y solo en 2019 vio un aumento del 32 por ciento en la cantidad de personas que carecen de vivienda, un incremento que las autoridade­s locales atribuyen en parte a la falta de opciones de vivienda asequible. El distanciam­iento social ha reducido a la mitad el número de camas disponible­s en los refugios. Y ante la perspectiv­a de más despidos y temperatur­as más frías, la situación podría empeorar.

También hay preocupaci­ones sobre la salud financiera de la universida­d. En el año fiscal que finalizó en junio de 2019, la Universida­d de Oregon obtuvo cerca de 20 millones de dólares por los derechos de retransmis­ión de futbol americano, según el desglose de ingresos y gastos que divulga la National Collegiate Athletic Associatio­n (NCAA), que regula los programas deportivos de las universida­des estadounid­enses. Aproximada­mente 20 millones de dólares, o el 15.6 por ciento de los ingresos operativos del departamen­to de deportes proviniero­n de la venta de entradas de futbol americano, y alrededor de 16 millones, o el 12.4 por ciento, proviniero­n de las contribuci­ones de donantes al programa de ese deporte, que muchos prevén caerán esta temporada. En la primavera, el departamen­to de deportes anunció un recorte salarial del 10 por ciento para todos los empleados y una suspensión de las bonificaci­ones por desempeño.

“Todas estas fuentes de ingresos están disminuyen­do al tiempo que sigues teniendo muchos gastos”, dice Willis Jones, profesor de la Universida­d de Kentucky que estudia los deportes y la educación superior. “Vamos a empezar a ver escuelas con mucha presión financiera en torno al deporte universita­rio”, advierte.

Las empresas que dependen del deporte seguirán en vilo. Wells de Tailgate Pal dice que consideró alquilar sus servicios

a pequeñas reuniones para ver los encuentros deportivos en pantallas, pero con las restrictiv­as pautas de distanciam­iento social, los números no salen: tendría que colocar a menos fanáticos por carpa, y los costos serían más elevados dada la demanda de equipo de protección y desinfecta­nte. ¿Y quién puede decir con certeza que los partidos se jugarán? A mediados de octubre, se habían pospuesto o cancelado docenas de ellos por motivos relacionad­os con el virus.

De modo que Wells está buscando alquilar sus carpas a la universida­d o al ayuntamien­to para realizar pruebas de Covid-19 en exteriores o para restaurant­es que buscan proteger a los clientes de la lluvia. “Las carpas son un artículo popular ahora”, dice. Mientras tanto, por primera vez en casi dos décadas, verá los juegos de la escuadra de Oregon en casa. “Ni siquiera puedo recordar el último sábado que vi un partido en casa en mi sofá”, señala. “Es tan extraño”.

Todos los sábados de otoño se dividían en tres partes: antes, durante y después de los partidos.

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El propietari­o de The Original Pancake House, Daryle Taylor (derecha), con su hija, Julie, y su hijo, Chris, afuera del restaurant­e.
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Interior de The Original Pancake House.
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Una bandera de los patos ondea sobre Eugene.

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