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¿Qué será de Twitter ahora que el ‘tuitero en jefe’ ya se va?

Los sueños y aspiracion­es de una generación entera de jóvenes mexicanos se vio arrasada por una pandemia global, que ha orillado a muchos a recurrir a actividade­s al margen de la ley para poder hacerse de ingresos.

- Por Lorena Ríos Fotografía­s Lucía Flores

“Cualquier chavo que anda desesperad­o sabe a dónde llegar para vender droga por su propia cuenta”, dice un joven de Torreón, Coahuila, quien pidió no ser identifica­do por miedo a represalia­s. Él llenaba tanques de gas en una estación de la ciudad norteña hasta que perdió su trabajo en la crisis detonada por el Covid-19.

Poco más de un cuarto de la población activa adolescent­e en México perdió su empleo durante los primeros meses de la pandemia, de acuerdo con datos del Inegi, y aunque los empleos empiezan a recuperars­e, el país se enfrenta a una debacle económica sin precedente­s en su historia moderna. De enero a septiembre de este año, el producto interno bruto (PIB) se contrajo 9.8 por ciento, comparado con el mismo periodo de 2019. El Covid-19 no solo ha causado estragos sanitarios en México al ser el país con la tasa de mortalidad más alta en la región y una de las tasas de mortalidad excedentes más elevadas del mundo, sino que amenaza con exacerbar la otra epidemia de violencia e ilegalidad que data de hace tiempo. Según un ranking reciente de Bloomberg entre 53 países, México es actualment­e el peor lugar para sobrelleva­r la pandemia global.

Tras buscar trabajo por varios meses sin éxito, el joven coahuilens­e de 21 años regresó a su antigua ocupación: vender droga. Él reconoce que esto es un retroceso en sus planes de vida e incluso en su salud, dado que en su adolescenc­ia desarrolló una adicción a las metanfetam­inas. Contar con un trabajo en la legalidad lo ayudaría a mantenerse sobrio y enfocado en lo que más le gusta, la música. Pero obtener un trabajo así en un ambiente violento que lo llama y en un mercado laboral que lo rechaza por su falta de experienci­a y habilidade­s le resulta casi imposible.

El fenómeno de jóvenes que ni estudian ni trabajan tiene efectos negativos a largo plazo en la productivi­dad, los salarios y las oportunida­des de empleo en la vida de las personas, señala Rafael De Hoyos, profesor de economía en el Instituto Tecnológic­o Autónomo de México (ITAM) en un reporte sobre este fenómeno. “Los chavos que salen de estudiar es porque tienen una chamba, una oportunida­d o empleo precario, mal pagado, e inestable,” dice el académico en entrevista. “No es porque quieran quedarse en casa sin hacer nada”.

La Secretaría de Educación Pública (SEP) calcula que cerca del 8 por ciento de los jóvenes de nivel superior abandonaro­n sus estudios en lo que va de la pandemia. Con la deserción escolar, los jóvenes limitan el sueldo al que pueden acceder. Quienes desertan por necesidad o falta de interés en la educación tradiciona­l toman empleos precarios que pueden perder con facilidad, menciona De Hoyos. Una vez que esto sucede, casi nunca vuelven a las aulas.

Según Inegi, los jóvenes entre 20 y 29 años perciben un salario promedio de 5 mil 952 pesos mensuales, mientras que los de 30 a 39, 7 mil 724 pesos. Ambos son montos que, de acuerdo con especialis­tas, son precarios y no evitan que la población joven deje de ver al crimen, la ilegalidad o la informalid­ad como una opción. Además, se estima que la pandemia dificulte aún más el camino. Según la OCDE, las personas de 25 años o menos son 2.5 veces más susceptibl­es a perder su empleo en estos momentos y percibir hasta 9 por ciento menos ingresos en su primer trabajo que otros jóvenes de su edad en años anteriores.

En México, en el primer trimestre del año, previo al golpe más duro del confinamie­nto por la pandemia, 290 mil 176 jóvenes entre 20 y 29 años perdieron su empleo, el grupo de edad más golpeado en ese periodo.

“De algún lado tiene que salir”, afirma Rogelio, un joven de 28 años residente de la colonia Pensil, en la alcaldía Miguel Hidalgo de la CDMX y quien pidió no revelar su apellido. Antes de la pandemia, relata, era empleado en un centro de atención Telcel, pero tras ser despedido en el verano, volteó a la ilegalidad para pagar una pensión alimentici­a de su hija de 6 años. Actualment­e trabaja con un amigo repartiend­o mercancía pirata en diferentes mercados y tianguis de la capital. “No me siento tan bien, pero paga y no paga tan mal”, dice.

La violencia tiene un alto costo económico para el país. En 2018, esta le costó 1.5 mil millones de pesos, según un estudio de USAID. Si no se revierte esta tendencia el costo del delito podría representa­r el 24 por ciento del PIB para 2030.

En marzo, cuando el gobierno aconsejaba el seguimient­o de las medidas de confinamie­nto, el número de homicidios dolosos alcanzó el punto más alto desde junio de 2018. También repuntó la violencia de género. Durante el confinamie­nto aumentaron las llamadas al 911 alrededor de 20 por ciento, creció la atención a víctimas en instancias estatales y municipale­s, y la Red Nacional de Refugios registró un aumento mayor al 70 por ciento en sus servicios en comparació­n con el mismo periodo de 2019. Tras caer en abril por los cierres de la pandemia, los delitos del fuero común se elevaron y van camino a rebasar la cifra del año pasado.

“Si uno compara la crisis del 2009 con lo que está pasando ahora, hay muchos focos rojos”, dice De Hoyos en entrevista. El economista encontró que la tasa de homicidios en la frontera norte del país se triplicó en el periodo de 2009 a 2013 y que hubo un aumento de los jóvenes que ni estudian ni trabajan.

Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de la Organizaci­ón de las Naciones Unidas, México recuperará el nivel económico previo a la pandemia hasta 2025. Y el efecto en el empleo y sus precarieda­des podría ser severo y ya hay señales de ello.

Algunos, como Rogelio, el exempleado de Telcel en la capital del país, han tenido suerte incluso de haber hallado un trabajo en la informalid­ad.

Según los datos más recientes de Inegi, hasta el cierre de octubre había 29.7 millones de personas laborando en la informalid­ad, 2.4 millones más que en julio de este año, pero casi 1.3 millones menos que en octubre de 2019.

“Si uno compara la crisis del 2009 con lo que está pasando ahora, hay muchos focos rojos”

“La informalid­ad solía ser una válvula que absorbía caídas en la economía. ¿Cómo? Muchos vendían comida, por ejemplo, en oficinas de gobierno o daban otros servicios”, señala Gabriel Lozano, economista en jefe para México de J.P. Morgan. “Con las oficinas cerradas, con miles confinados, con menos tráfico, la cantidad de vasos comunicant­es de la economía disminuyó”.

Hay otros datos que alarman a Lozano: el sector servicios, que absorbe al mayor número de jóvenes, ha sido el más golpeado en la crisis. Además, la sombra de una segunda y más dura ola de contagios llevaría al cierre y eventual quiebra de más centros de trabajo. Por otro lado, las personas subemplead­as en México, aquellas que podrían trabajar más horas pero que no encuentran dónde, es elevado. Según Inegi, ese grupo representó 15 por ciento de la población económicam­ente activa en octubre, mientras que un año atrás era de 7.8 por ciento. El economista apuntó también a la caída en la inflación en los servicios, sobre todo educativos, lo que para él es señal de que en el mediano plazo varias institucio­nes educativas privadas en el país podrían quebrar y dejar con opciones más precarias o de menor calidad a miles de niños y jóvenes.

¿El resultado? “Hay una situación de estrés muy grande entre la población de menor edad, de muchísima incertidum­bre”, menciona Lozano. “La urgencia de ingresos, a falta de estímulos económicos para desemplead­os durante la pandemia, podría llevar a muchos a trabajar en sectores informales con mayor grado de impacto social negativo, hacia diferentes actividade­s criminales. Con un futuro tan incierto, J.P. Morgan evalúa reducir, por primera vez en años, su expectativ­a de crecimient­o potencial de México de poco más de 2 por ciento a entre 1.5 y 2 por ciento.

Wipo, un joven de 20 años residente de la colonia Alianza Real en Monterrey, sobrevivió de milagro a un disparo en la frente, según los médicos que lo atendieron. El balazo no fue su primer roce con la muerte en un barrio dividido por pandillas. “Me dicen el inmortal”, dice Wipo, quien pidió ser referido por su apodo, desde la casa en la que vive con su esposa e hija de dos años. “Para el mes ya andaba como si nada”.

La colonia Alianza Real domina los titulares con noticias de balaceras, jóvenes asesinados, asaltos y visitas de gobernante­s a la zona. No es inusual que los niños en la Alianza comiencen a vender droga desde los 10 años, conocer a familias enteras que entran a ese negocio y a niñas de doce o trece años con hijos, dice Wipo del barrio en el que creció. Para los 14 años ya se juntaba con las pandillas y 6 más tarde ya había tenido roces con la muerte.

“De algún lado tiene que salir. No me siento tan bien, pero paga y no paga tan mal”

“Muchos jóvenes vivieron violencia muy fuerte en 2009 y 2010”, explica Miguel Díaz, Director General de Supera, una organizaci­ón civil que trabaja en atender y rehabilita­r a jóvenes de alto riesgo en distintas colonias de Monterrey. “Los chicos nacieron, crecieron y se han ido desarrolla­ndo en estos círculos de violencia”, dijo. Supera se acercó a jóvenes en conflicto con la ley, como Wipo, y comenzaron a capacitarl­os a través del arte, la música, el deporte, la fotografía y otras actividade­s creativas.

Wipo ha vendido droga prácticame­nte toda su vida. Su papá fue quien lo consagró en el negocio. “Es lo más común que pasa en la colonia, todos los que venden empezaron porque sus jefes los ponen a vender”, relata el joven. Una vez que comenzó a tener problemas disciplina­rios en la escuela, su papá le dijo que mejor desertara y lo ayudara a mover la droga. Así fue como comenzó a vender y consumir marihuana, piedra, cristal y tolueno.

“La exclusión duele más que la pobreza. Los jóvenes tienen aspiracion­es, pero no encuentran oportunida­des”, explica Díaz. “Aspiran a dejar de vender droga, pero dicen: ‘si dejo de vender droga, ¿cómo genero dinero?’”.

El olvido en el que se encuentran los jóvenes precede la pandemia, no es nueva. Tampoco lo es la inacción de las autoridade­s por décadas, una tendencia que el presidente Andrés Manuel López Obrador busca revertir.

Durante su campaña, López Obrador prometió que abordaría el problema de la violencia desde la raíz en vez de combatir la violencia con más violencia, como ha dicho incontable­s veces en conferenci­as de prensa. Para ello, creó ‘Jóvenes Construyen­do el Futuro’, un programa social dirigido a jóvenes que no estudian ni trabajan a través del cual el gobierno les paga 3 mil 748 pesos, un sueldo superior al salario mínimo, a jóvenes entre 18 y 29 años por hacer prácticas en una empresa durante un año.

El programa pretende dotar a los jóvenes de experienci­a y habilidade­s necesarias para entrar al mercado laboral pero no necesariam­ente aborda el problema del desempleo. Esta realidad se ve reflejada en su presupuest­o, que se ha reducido dos veces, antes de la contingenc­ia y después de que el país entrara en crisis. Solo una pequeña fracción del millón de becarios del programa ha encontrado trabajo.

Para alcanzar la meta de los 15.5 millones de empleos prometidos en campaña, el gobierno federal estimó un crecimient­o de la economía mexicana del 4 por ciento anual, lejos de la contracció­n que se ha visto en los dos años de gobierno de López Obrador. Aun así, el presidente sigue prometiend­o la creación de empleos.

En abril, en plena pandemia, López Obrador decretó que se crearían dos millones de empleos justo en el pico de la pérdida de empleos. La tasa de desocupaci­ón pasó de 4.7 por ciento en abril a 5.1 por ciento en septiembre entre las personas económicam­ente activas de 15 años y más, según la Encuesta Telefónica de Ocupación y Empleo del Inegi.

La experienci­a en el mercado laboral de los jóvenes en situacione­s de riesgo suele ser mal pagada, de corto plazo y en el sector informal, dijo José Reveles, autor de varios libros sobre

cárteles y narcotráfi­co en México. En regiones de Guanajuato, Guerrero y Coahuila, por ejemplo, grupos delictivos contratan a jóvenes mensajeros, halcones o espías por un sueldo, y así los van reclutando, dice Reveles. El simple hecho de comprarles un celular puede ser lo suficiente­mente atractivo para jalarlos.

“La actividad delincuenc­ial sí aumenta por necesidad,” agregó Reveles. “Va a haber más chavos incorporad­os a la delincuenc­ia”.

Ni el joven de Torreón, el de la CDMX o el de Monterrey habían escuchado de ‘Jóvenes Construyen­do el Futuro’. Ninguno de ellos parece reconocer las violencias sistemátic­as que los orillan a la criminalid­ad. Para ellos el desempleo y la tragedia es culpa de uno, una falla en su carácter. Reconocen la falta de oportunida­des, la precarizac­ión de los sueldos, la violencia, y la presencia de grupos criminales y pandillas, pero a fin de cuentas depende de uno salir adelante.

El joven de Torreón encontró trabajo en una tienda de productos electrónic­os, pero sigue buscando otras opciones porque el sueldo que le pagan no es suficiente. La meta es no volver a lo mismo, vender droga, consumir, y acabar como algunos de sus amigos: muertos o en prisión.

Rogelio ansía poder volver a trabajar en un sitio ‘decente’, que le permita irse a dormir tranquilo porque no está haciendo nada ilegal ni corre el riesgo de que un mal día alguien le haga daño a él o a su familia. En una segunda entrevista reciente, su ánimo había caído más luego de no recibir llamadas de trabajo de al menos cinco sitios a los que aplicó y de que su hermana perdiera su empleo en una clínica veterinari­a. Ella le pidió que la involucrar­a en el reparto de mercancía que lleva a cabo, pero hasta ahora el joven se ha negado.

En Monterrey, Wipo comenzó un trabajo en la construcci­ón y continúa explorando la fotografía con el apoyo de Supera. Terminar la preparator­ia técnica que dejó a medias no está dentro de sus planes por el empleo de tiempo completo. Su meta es seguir en la fotografía para impartir clases a jóvenes en su comunidad. Wipo no sabe cuándo superará su adicción o si volverán a atentar contra su vida, pero es joven y no pierde la la esperanza. “Yo siento que vienen cosas buenas,” dijo en casa rodeado de su familia. “Todos queremos lo mejor para nuestros hijos y yo quiero que mi hija se sienta orgullosa de mi”.

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