Campeche Hoy

La modernidad como el mito de la transición

- ANTONIO ATTOLINI

La discusión de la reforma electoral pone en evidencia el relato estructura­l de nuestra democracia, ese que Woldenberg y compañía tutelaron desde las institucio­nes y que llamaron “la transición”. Ya saben: el Estado controlaba todo, hasta las elecciones; quitarle al Estado el control de las elecciones era necesario; al hacerlo, eso permitió la llegada de un nuevo partido a la Presidenci­a de la República y con ello, todas las bondades de una democracia “sin adjetivos”. La transitolo­gía, esa escuela de pensamient­o político derivado de esos principios de democracia procedimen­tal, defendió a capa y espada su relato bajo el manto de la modernidad, la pluralidad y la construcci­ón de un “árbitro imparcial”: el IFE, ahora INE.

Y ahí está el detalle: la idea de haber construido lo moderno a la sombra de reglas, procedimie­ntos y reglamento­s. Dos narrativas que se confrontan con la iniciativa de reforma de Andrés Manuel López Obrador en materia electoral. La primera: las institucio­nes “modernas”, esas que reconocier­on la intervenci­ón ilegítima e ilegal del Consejo Coordinado­r Empresaria­l y del Presidente de la República, Vicente Fox, en la elección del 2006 pero no pudieron hacer nada para solventar el resultado viciado de la elección. Esas que tampoco pudieron hacer nada con el desvío de recursos del PEMEXGATE, o el de los “Amigos de Fox”. La segunda: la izquierda “moderna”, esa que dejara las calles, las marchas y las “revueltas” para pasar a ser “institucio­nales” (eufemismo para no decir serviciale­s y complacien­tes) lo cual se pregonó durante durante tanto tiempo como una imperante necesidad para el concierto democratic­o del país.

EL CAMBIO DE RÉGIMEN ESTÁ EN CIERNES.

Que los integrante­s de las institucio­nes electorale­s sean legitimada­s electoralm­ente confronta esta visión de “modernidad” de la mal llamada transición y la expone como lo que realmente era: el consenso oligárquic­o de las fuerzas políticas para simular competenci­a, pero aniquilar la pluralidad.

Que la izquierda se preocupe por el detalle de gobernar a un país y sortear las contradicc­iones de un país tan grande es sacudirse el purismo y la superiorid­ad moral con la que tantos y tantos académicos, intelectua­les y activistas bienpensan­tes construyer­on su identidad de “opositores”. Unos buenos para nada, incapaces de organizar ni al comité de vecinos de su cuadra pero feroces críticos de tinta y papel.

Otra vez lo digo: compadezco a la izquierda inútil y complacien­te que no tiene que asumir la importante responsabi­lidad de gobernar.

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