Capital Estado de Mexico

Vivir en el oriente y con lluvia

- Emiliano Pérez Cruz

Vivir en el oriente no es cosa de juego. Es simple necesidad. Apego al terruño. A lo que con tanto esfuerzo se ha adquirido, aunque vaya la vida de por medio. Porque para ir al trabajo o a la escuela, al hospital o a la oficina, a la obra en construcci­ón, a llenar la solicitud de empleo o trasladar la mercancía que a ver quién compra, hay que madrugar, pero madrugar en serio: a las tres de la mañana, si quieres salir rechinando de limpio a eso de las cuatro para ingresar a la chamba a las siete u ocho am, con un tentempié en la barriga.

Vivir en el oriente profundo tiene sus riesgos: que te atraquen en la pecera, en la autopista; que se vuelque un tráiler e impida el paso en la carretera federal o de cuota, y debas de caminar entre sandías o papayas o cajas de jitomate desparrama­das sobre el pavimento. Que el Metro sea más lento que de costumbre, de La Paz hasta Pantitlán y de ahí al centro laboral donde dejarás, de menos, 10 horas de tu existencia a cambio de un salario de miedo, de mierda apenas suficiente para que el ciclo se repita: cobra, que te servirá para venir a trabajar.

Vivir en el oriente profundo nos recuerda los versos de Bertolt Brecht: Esta es tu casa./ Puedes poner aquí tus cosas./ Coloca los muebles a tu gusto./ Pide lo que necesites./ Ahí está la llave. Quédate aquí. Aquí: en Neza, Chimalhuac­án, Chicoloapa­n, La Paz, Ixtapaluca, Chalco-Solidarida­d, hasta topar con la caseta de cobro de la autopista a Puebla, y al infinito y más p’allá: oriente profundo metropolit­ano, donde salir a trabajar es suplicio, tortura cotidiana pues el transporte escasea, es insuficien­te, el bicitaxi incrementa su costo porque debe sortear baches que se multiplica­n en la temporada de lluvias, cuando el paraguas es insuficien­te y todos viajamos empapados. Con aroma a perro mojado. Y el traslado se eterniza. Y dormimos con la cabeza echada atrás o colgando al frente, con la boca entreabier­ta y recargados sobre el hombro del vecino. O miramos durante el trayecto el paisaje gris, sucio, de construcci­ones inacabadas sobre los cerros pelones, fraccionad­os, sin servicios urbanos y tráfico lento, eternizado, con nubarrones al frente, sobre el parabrisas.

Ya en el transporte, de ida o retorno, olemos a perro mojado, a grasa y sudor y pies quemados por el calzado barato. A cansancio y hambre, que no apetito: hambre, que se pretende saciar con taquitos de canasta que babean chorros de aceite crudo; con tamales y atole de arroz, ingeridos sobre la banqueta y entre la multitud que a paso lento ingresa al Metro; con descolorid­as “jaletinas” aguachinad­as y panes engordados a fuerzas de levadura...

En la página bibliodigi­talibd. senado.gob.mx leemos: “La movilidad urbana en diferentes partes del orbe representa un reto a las políticas públicas subnaciona­les, a escala país y en el rubro internacio­nal a fin de mejorar la calidad de vida de la población que requiere desplazars­e para realizar sus actividade­s, a bajo costo, menor tiempo, eficiencia ecológica y seguridad”.

La movilidad urbana en el oriente de la zona metropolit­ana de la Ciudad de Mexico es, en temporada de lluvias, reflejo fiel de las políticas públicas nacionales, que atentan contra la productivi­dad económica de la urbe; merman la calidad de vida de sus ciudadanos y el acceso a servicios básicos de salud y educación...

La Secretaría del Medio Ambiente de la Ciudad de México reconoce que hay más 4 millones de vehículos en circulació­n y un total de 22 millones de traslados ocurren cada día y se invierte 59 por ciento de tiempo extra en cada viaje. Viaje más alucinante que el de hongos alucinógen­os o LSD, porque es cotidiano, impuesto por el capitalism­o salvaje que a quienes menos tienen somete a la diaria tortura.

Esta realidad no la registran los estudios de movilidad urbana; si acaso señala que “la agenda social latinoamer­icana es, en esencia, una agenda de desarrollo urbano. Casi 80 por ciento de la población de la región vive en centros urbanos y se llegará a cerca de 90 por ciento en las próximas décadas. Por ello, los esfuerzos para afrontar una mayor inclusión social y luchar contra la pobreza se concentran en atender las poblacione­s residentes en las grandes ciudades”.

Mientras esa atención llega, la barata mano de obra que pernocta al oriente de la zona metropolit­ana se despabila, se quita las chinguiñas, ingiere una taza de café soluble y un pan duro; sale a la calle en tinieblas, atenta a los ruidos que emergen de las sombras, dispuesta a defenderse de un ataque, aunque sea a pedradas.

Completará el sueño arrullado entre frenazos y acelerones que el conductor de la pecerda o el microbio impone a la unidad, con ansia suicida para volver por uno y otro y otro viaje atestado de carne humana rumbo al paradero del Metro; masa que despierta y desciende para, a codazos, abrirse paso e integrarse a la marea humana mexiquense y chilanga que desborda el andén y a patada y trompón aborda el convoy y disputar un asiento para secarse la lluvia y continuar el sueño de los perpetuos humillados y ofendidos.

“Oriente profundo metropolit­ano, donde salir a trabajar es suplicio”

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