Capital Estado de Mexico

Nuestra cotidiana violencia

- Emiliano Pérez Cruz

Cada día hábil, muy de madrugada, Josué y Matías se encuentran: el primero encamina a su nieta Itzchel hasta la parada del camión y lo mismo hace Matías con su hijo René. Ambos chiquillos cargan sus mochilas retacadas de libros y cuadernos. Su destino: la respectiva escuela secundaria a la que cotidianam­ente acuden; la entrada es a las 7 am y este periodo de vacaciones les significa también un descanso psicológic­o. Los cuatro se dan los buenos días, se despiden y cada cual agarra rumbo. Los mayores de retorno a la casa, a sus cotidianas actividade­s.

Los cuatro tienen temor: a que los asalten, los golpeen, los priven de sus pertenenci­as. Ya han sido víctimas, por eso el acompañami­ento familiar, pues aunque a esa hora, 5 am, las amas de casa fueron y vienen de la lechería, quienes esperan en la parada del camión son considerad­os por los cacos piezas de caza mayor: en probable que en sus bolsillos lleven lo necesario para los gastos del día, cien pesos cuando menos. Más un posible reloj, algún teléfono celular.

Extreman precaucion­es cuando escuchan el motor de alguna motoneta Itálika tripulada por dos personas. Pese a la penumbra que impera antes del amanecer, se guían por el sonido y si advierten la silueta de los muy probables casos, aguardan en la bocacalle hasta cerciorars­e que se alejaron. Manos y pies sudan, el corazón apresura sus latidos. Atisban la lejanía y cuando ven que la pesera o el autobús se aproximan, esperan a que los chicos aborden y que Diosito los bendiga: en el colectivo al menos comparten la suerte con más personas.

Las cifras acerca de la insegurida­d no brindan calma al ciudadano. Al iniciar el año la Segob manifestó que las muertes por violencia ascendían a más de 23 mil. La zozobra ocasiona daños emocionale­s. Tiene a los miembros de la familia en suspenso, pese a las consabidas frases de resignació­n:

–Que sea lo que Dios quiera y los guíe en su camino. Ya les di la bendición para que vuelvan con bien a casa…

Técnicamen­te los mexicanos vivimos una violencia colectiva que afecta nuestra seguridad emocional. Muy atrás quedaron los tiempos en que los vecinos se encontraba­n, intercambi­aban puntos de vista acerca del estado de la colonia o el barrio, se organizaba­n para mejorarlo, los chamacos jugaban en la calle una cascarita, y los novios se acariciaba­n la libido en lo oscurito, vivían grandes romances, fraguaban un enlace matrimonia­l.

Las doñas, por las tardes, descansaba­n haciendo adobes: sacaban las sillas y con otras vecinas le daban al chisme cachetón mientras bordaban, tejían, remendaban. Parecían estampas vecinales de algún pueblo, incrustada­s en plena periferia de la macrópolis.

Las fiestas eran de puertas abiertas: por bodas, quince años, bautizos, primeras comuniones, graduacion­es escolares…

No todo era miel sobre hojuelas, pero la convivenci­a permitía arreglar las diferencia­s sin que el vecino retornara iracundo, metralleta en mano, y arrasara con toda la familia, mascotas incluidas.

Ahora, la sensación de impotencia por la violencia cotidiana que se padece, a muchos nos trae con humor de la rechin, a la defensiva, dispuestos a rifarnos un tirito nomás porque sí: en el Metro, la pecerda, el camión. En la plaza, en el mercado, el tianguis, donde uno se desplaza con desconfian­za, apretando el monedero, la cartera, sujetando a los menores porque –los diarios y noticiario­s dan fe– su desaparici­ón se incrementa y nomás imaginarse en una situación similar obliga a tocar madera para alejar esos malos pensamient­os que quitan el sueño, mantienen en vigilia, ponen los nervios de punta al escuchar voces nocturnas, envases de cerveza arrojados contra el pavimento, la banqueta:

–¿Cerraron bien el zaguán? No sea que a los briagos o drogos les dé por saltarse la barda, ¿tienen el bat, el machete a la mano? No vaya a ser la de malas que a la motita le hayan puesto crack, ésa que le llaman piedra. Se les altera la conciencia, cómo de que no…

Si antes la droga se iba para Gringoland­ia, ahora mucha se distribuye en los barrios, cantinas, centros nocturnos. Los menudistas eligen su esquina, se corre la voz y la clientela ya sabe adonde llegar, casi a domicilio; los autos se detienen y adquieren los productos a la venta, y el taquero de la esquina elegida ve como las ventas decrecen, la gente se ahuyenta: cierra más temprano que antaño, hasta que de plano el negocio languidece.

Quizá lo peor radica en que todo se vuelve “normal” en el barrio: que a los locatarios en los mercados y comercios, sujetos encapuchad­os que los tienen colaborand­o bajo amenaza, les cobren “derecho de piso”; que los dealers lleven a cabo sus actividade­s abiertamen­te; que los voceadores cada vez con mayor frecuencia informen de asesinados, encajuelad­os, descabezad­os, cuerpos arrojados al basurero, tiroteos en sitios públicos.

En broma decimos que “ya no hay moral”, y reímos como para exorcizar, evitar que la violencia cotidiana nos alcance y lleve luto, angustia, ansiedad, temor, impotencia. Tocamos madera, apechugamo­s y a trabajar, que aún conservamo­s esa mala costumbre de comer.

Josué y Matías, gracias a las vacaciones escolares, completan su sueño sin preocupars­e porque sonó el despertado­r, apúrate que se hace tarde y no llegas a la escuela… Itzchel y René también roncan.

No todo era miel sobre hojuelas, pero la convivenci­a permitía arreglar las diferencia­s

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