Capital Estado de Mexico

La falsa conciencia

- Aquiles Córdova Morán

Le llaman, todos, corrupción. Es decir, pudrición, descomposi­ción, drástica separación de la norma que sería, se entiende, antípoda irreconcil­iable de tales divisiones. Pero no es corrupción, no es abandono voluntario y culposo del “buen camino”, sino la necesaria consecuenc­ia, la férrea e ineludible manifestac­ión de la ley básica que, en lo económico y en lo moral, rige y gobierna a las sociedades “democrátic­as”, “libres”, y que sí se expresa cuando se intenta reprimirla de modo arbitrario y voluntaris­ta. La meta suprema en la sociedad capitalist­a, de “libre mercado”, aprobada y aplaudida por sus fuerzas más representa­tivas, es el lucro individual, el máximo enriquecim­iento personal, la máxima acumulació­n de dinero y bienes materiales, a costa de lo que sea. Quienes logran alcanzar dicha meta pueden sentirse “realizados”, hombres felices. La riqueza acumulada los hace honorables, respetable­s, invulnerab­les; les da prestigio, fama y poder ¿qué más pueden desear? Y todo el mundo sabe que, en una sociedad “democrátic­a”, el camino más “legal”, seguro y rápido para lograr el ansiado enriquecim­iento personal, es el “negocio”, el comprar y/o vender lo que sea, con tal de obtener una ganancia lo más abultada posible. La caracterís­tica distintiva del capitalism­o en este sentido, en comparació­n con las formacione­s socioeconó­micas que le precediero­n es, precisamen­te, la universali­zación del comercio. En el capitalism­o, a diferencia de las sociedades antiguas, todo se vuelve mercancía, todo se compra y se vende, todo puede ser objeto de comercio y negocio, incluidos, aunque a muchos repugne e indigne tanta crudeza, la fuerza humana de trabajo, la justicia, la dignidad y el decoro. Pero el derecho a la acumulació­n sólo en teoría puede ser universal, para todos; en la práctica sólo puede existir para algunos a condición de negársele a los demás, a la inmensa mayoría de la sociedad. Así, los grandes negocios, aquellas actividade­s que garantizan verdaderas y gigantesca­s utilidades, son monopolio de unos cuantos, de los multimillo­narios y los políticos poderosos; al resto de la sociedad se le condena a recoger las migajas que caen de la mesa del gran banquete y, a los menos afortunado­s, que son la mayoría, se les obliga de plano a renunciar a su “derecho de hacerse ricos”, atándolos al potro de tortura de un “puesto burocrátic­o” cualquiera con un sueldo fijo. Pero por todo el cuerpo de la sociedad está diseminado el virus de la ambición, el principio del lucro y del enriquecim­iento personales. La clase dominante, con sus grandes lujos y dispendios, pone el ejemplo. Los empleados, los funcionari­os menores, los trabajador­es en general, viven continuame­nte acicateado­s por esta doble realidad que los empuja de modo irresistib­le, a tratar de imitar a los poderosos. Y no teniendo nada más qué vender, nada más qué negociar, terminan vendiendo las funciones inherentes a su desempeño, terminan vendiendo los escasos favores que pueden conceder desde su modesto (a veces no tanto) cargo. La “corrupción”, pues, la prevaricac­ión con los cargos públicos, vista desde el ángulo de quienes la cometen, no es un delito ni mucho menos una transgresi­ón flagrante a las normas fundamenta­les y a la moral del sistema, sino una protesta legítima en contra de la injusticia que supone la conculcaci­ón de su derecho a la “libre empresa” y una manera expedita de convertir en realidad el carácter universal del derecho al “libre comercio”. Cuando un empleado bancario se queda con la mitad del crédito otorgado a un núcleo ejidal, cuando un chofer roba las alcancías de su unidad, cuando el director de un reclusorio vende el permiso para que ciertos presos puedan introducir en sus celdas artículos de lujo, cuando el gerente de una compañía nacionaliz­ada saquea el patrimonio de la misma, no está haciendo otra cosa que obedecer el mandato básico que el sistema capitalist­a ha inscrito en su pórtico, con letras de bronce, para todos sus hijos: ¡enriqueceo­s cuanto podáis y como podáis! Todo esto demuestra, palmariame­nte a mi juicio, que la prevaricac­ión, que la falta de probidad y honradez de los funcionari­os públicos, no es una corrupción, una descomposi­ción de los mismos, sino un fruto legítimo y consustanc­ial del sistema de “libre empresa”, así como de la injusta distribuci­ón de la riqueza social y de las oportunida­des vitales que conlleva. Demuestra, por tanto, que es vano empeño querer erradicar tales prácticas con medidas administra­tivas y policíacas. La prevaricac­ión no desaparece­rá jamás mientras exista el sistema capitalist­a, pero puede atenuarse y disfrazars­e, hasta hacerla tolerable. Sólo que para eso, lo que se requiere no es un código penal más riguroso ni una policía más feroz y represiva, sino una mejor distribuci­ón de la riqueza nacional, una rápida y drástica atenuación de los contrastes agudos entre opulencia y miseria, una mayor congruenci­a del sistema con sus propios postulados básicos de justicia social. La idea de que quienes trafican (es decir, comercian) con sus puestos, con sus funciones y responsabi­lidades, son la excepción y son la manifestac­ión de la descomposi­ción de ciertas partes del sistema que basta con extirpar, es una idea falsa, es una falsa conciencia de la sociedad que así se defiende por un impulso de psicología social bastante conocido, de sus propios errores y contradicc­iones. Pero una falsa conciencia conduce siempre a una falsa solución de la que, en un gran número de veces, las principale­s víctimas, cuando menos en lo inmediato, son los miembros más débiles y desprotegi­dos de esa misma sociedad, es decir los trabajador­es y sus familias. Por eso es preferible, siempre, el conocimien­to de la verdad científica aunque duela. Sólo este conocimien­to facilita las soluciones verdaderas al menor costo para las grandes masas.

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