CONTRA LAS CUERDAS
Medallista de oro en los Juegos Olímpicos de Roma, en 1960, Cassius Clay estaba llamado a vencer a un pugilista clásico como Sonny Liston hace ya casi exactamente 55 años. ¿Cómo era ese boxeador revolucionario? ¿Cómo influyó en su carrera el activismo pol
HAY DOS MUHAMMAD ALI. El primero, nacido Casius Marcelus Clay, es el que derrotó por primera vez a Sonny Liston en 1964. Es el que, según lo que ya es un lugar común de los muchos que supo inventar –los lugares comunes sobre Ali fueron, en general, inventados por él–, flotaba como mariposa y picaba como avispa. El que le faltaba al respeto a la ortodoxia boxística solo porque, a sus imberbes casi 22, se la conocía al dedillo. Es el boxeador hiperquinético, provocador, impredecible, bailarín, que, visto en perspectiva, tenía que ganarle a Liston, un clásico.
Y ganarle a Liston no era fácil. Campeón de los completos, con estructura de grizzlie y puño de cemento, nacido en la miseria y el analfabetismo, delincuente juvenil que aprende boxeo en la cárcel, fajador, fue, con el permiso de Mike Tyson y George Foreman, el boxeador más intimidante de la historia. Ali era otra cosa. Venía de la precariedad pero no de la marginación: pasó por la escuela y empezó pronto en el boxeo, con una disciplina a toda prueba. Es joven pero no inexperimentado; se había llevado el oro en los Olímpicos del 60 y tenía algunas victorias importantes, como esa contra Archie Moore. Tenía un estilo, ese estilo, que también era verbal. Virtuoso con el lenguaje, casi inventó lo de ensuciar las peleas: provocaba a sus rivales desde mucho antes de subir al ring, con sarcasmos, rimas burlonas, muecas.
›ESTE 25 DE FEBRERO SE CUMPLEN 55 AÑOS DEL TRIUNFO DEL JOVEN BOXEADOR CASSIUS CLAY SOBRE EL CAMPEÓN DEL MUNDO, SONNY LISTON. EL PERSONAJE QUE LUEGO CAMBIARÍA SU NOMBRE A MOHAMED ALÍ SE VOLVERÍA UNA LEYENDA, COMO LO MUESTRA EL HECHIZO QUE PRODUJO EN NOTABLES ESCRITORES.
Hay dos Muhammad Ali. El primero, nacido Casius Marcelus Clay, es el que derrotó por primera vez a Sonny Liston en 1964. Es el que, según lo que ya es un lugar común de los muchos que supo inventar –los lugares comunes sobre Ali fueron, en general, inventados por él–, flotaba como mariposa y picaba como avispa. El que le faltaba al respeto a la ortodoxia boxística solo porque, a sus imberbes casi 22, se la conocía al dedillo. Es el boxeador hiperquinético, provocador, impredecible, bailarín, que, visto en perspectiva, tenía que ganarle a Liston, un clásico.
Y ganarle a Liston no era fácil. Campeón de los completos, con estructura de grizzlie y puño de cemento, nacido en la miseria y el analfabetismo, delincuente juvenil que aprende boxeo en la cárcel, fajador, fue, con el permiso de Mike Tyson y George Foreman, el boxeador más intimidante de la historia. Ali era otra cosa. Venía de la precariedad pero no de la marginación: pasó por la escuela y empezó pronto en el boxeo, con una disciplina a toda prueba. Es joven pero no inexperimentado; se había llevado el oro en los Olímpicos del 60 y tenía algunas victorias importantes, como esa contra Archie Moore. Tenía un estilo, ese estilo, que también era verbal. Virtuoso con el lenguaje, casi inventó lo de ensuciar las peleas: provocaba a sus rivales desde mucho antes de subir al ring, con sarcasmos, rimas burlonas, muecas. Se les metía en la cabeza; empezaba a ganar antes del primer golpe. ¿Era una forma de pelear realmente nueva? No. En El combate del siglo, su crónica de la pelea por el campeonato mundial entre Jack Johnson, primer campeón afroamericano, y Jim Jeffries, “La Gran Esperanza Blanca”, Jack London narra una pelea en la que Johnson, hetorodoxo, dancístico, hizo pedazos a Jeffries luego de sacarlo de sus cabales con comentarios irónicos y una sonrisa irritante. Gracias a esa escuela es que acabó Ali con Liston, desfondado en una persecución inútil.
Ese Ali es el que, con estrategias análogas: verbosas, hiperquinéticas, impredecibles, provocadoras, mediá-
ticas, se volvió igual de famoso como activista que como atleta. Es el que se cambia de nombre porque se convierte no al islam, sino a La Nación del Islam, que es propiamente una secta, y una con ideas muy raras. Como que hay varios Alá, por ejemplo, el primero de los cuales, negro, ya muerto, nació hace 66 trillones de años. O que los blancos, creados por un científico maligno, son “demonios de ojos azules”. Ese Ali es el que se niega a pelear en Vietnam, y por hacerlo pierde títulos y licencia. Dejará de pelear del 67 al 70, de sus 25 a sus 29 años; los mejores. Regresará un hombre muy diferente. Un hombre que pelea contra las cuerdas, pero que es tan heterodoxo que hace de eso una virtud. El segundo Ali.
Porque boxear es evitar las cuerdas, evitar que te arrinconen y te golpeen. Pero Muhammad, oxidado, de camino a la treintena, que es la vejez del boxeador, no tiene las piernas que tenía. Está obligado a inventar algo. Y lo que inventa es único. “El Más Grande” –otro lugar común que se regaló– se mueve cada vez menos: cambia el baile en el ring por el juego de cintura, con ese virtuosismo defensivo, de nuevo, heterodoxo. Así, desquiciando al rival con verborrea, histrionismo y oficio, hace muchas peleas, la mayor parte ganadas, todas buenas. Uno a uno, se suceden Joe Frazier, Ken Norton, Ringo Bonavena… Es el Ali que se descubre una virtud envenenada: resiste muchos golpes. A la larga, este estilo será determinante en términos de su Párkinson. Pero le falta una obra maestra. En 1974, a punto de cumplir los 33, enfrenta al que acaso sea el puño más poderoso de la historia: Foreman, un prodigio físico de 25 años que ha desmantelado a sus rivales. Más que nunca, Ali se tira contra las cuerdas, según cuenta Mailer en El combate. Y gana. Foreman, furioso, enésima víctima de la verborragia de su enemigo, tira golpes de una potencia salvaje que Ali bloquea, impide con abrazos, amortigua cuando muellea contra el encordado. En el octavo, con su enemigo agotado, sale por fin al centro del cuadrilátero y lo deja en la lona.
Seguirán años de decadencia, peleas innecesarias, demasiados golpes. También, de serenidad. Si el boxeo es una metáfora de la vida –este lugar común no es suyo–, digamos entonces que la vida de Ali es asimismo un saber usar las cuerdas. El campeón deja la Nación del Islam para convertirse al islam-islam, abandona el protagonismo de otros días, templa la provocación, se aleja del racismo sectario. Es un hombre afable al que la vida le cobra una factura carísima, pero que se resigna a pagarla con sabiduría y hasta con bondad. Así, contra las cuerdas, ayuda en silencio a un rival al que insultó sin tregua, Frazier, cuando ya viejo, empobrecido, lo invade el cáncer. En los Olímpicos de Atlanta, Ali, consumido por el Párkinson, es decir –va de nuevo–: definitivamente contra las cuerdas, pasa un calvario para encender la antorcha olímpica. Pero vuelve a ganar: luego de todos esos años, lo volvimos a admirar y, por fin, lo quisimos todos. Tembloroso, acepta el homenaje de un mundo al que detestó y con el que terminó reconciliado. Como siempre, supo comunicárselo. Moriría 20 años después.