ContraReplica

NOCTURNAL DE CASSIUS CLAY ¡

- RUBÉN CORTÉS EN MIAMI BEACH

No veo nada! ¡Córtamelos! — gritó--. ¡No veo nada! ¡Córtame los guantes!

Cassius Clay es mi personaje favorito, incluidos José Martí, Ernest Hemingway y Cristóbal Colón. Entonces tengo la licencia de los patrimonio­s del alma para contar que, ahora mismo, mientras bebo una copa de Moët & Chandon en el Centro de Convencion­es de Miami Beach, Florida, escucho sus gritos de pánico en el rostro del entrenador Ángelo Dundee. De aquello hace hoy exactament­e 55 años. Pero, si aguzo la vista, puedo ver, dos metros más allá, en un cono fantasmal que forma la luz solar que entra a raudales por un vitral amarillo, su cara de espanto y los guantazos de desespero tratando de quitarse el ardor de los ojos.

Era una pelea de alientos literarios puramente hemingwaya­nos: Clay, de 210 libras y media, estilizado en su perfecta musculatur­a de 1.91 metros de alto, se enfrentaba a Charles Sonny Liston, 218 libras, un roble de músculos en su 1.84 metros de estatura. Clay recordaba el libro Muerte en la tarde (1932), en el que Hemingway representa la elegancia y la habilidad de un torero “como un gato doblando una esquina”, para hacerse a un lado cuando el toro pasa rozando su pecho. Liston invocaba a Fiesta (1926), la novela en la que Robert Cohn es boxeador y Hemingway lo describe como “un toro usando sus cuernos, con ganchos y jabs”.

Aquel minuto de ceguera fue el más importante en los veinte años de relación de Dundee con Cassius Clay, porque sin esos sesenta minutos nunca habría existido Muhammad Ali, el deportista más maravillos­o y vibrante del mundo moderno. Aquella noche, Clay peleaba contra Liston por el título mundial de los pesos pesados en un ring instalado aquí, donde estoy parado: si Dundee le hubiese quitado los guantes a Clay, Liston jamás le habría concedido la revancha, ni la mayoritari­a Norteaméri­ca blanca habría perdido el tiempo en reclamarla para un boxeador negro y miembro de una secta islámica que preconizab­a el odio contra la mayoritari­a Norteaméri­ca blanca.

Fue uno de esos momentos cruciales en la historia, que ocurren una o dos veces por siglo para dar paso a una leyenda.

--¡Estás peleando por el campeonato mundial de los pesos pesados. Ésta es la gran ocasión, muchacho! Sal ahí y no pares de correr–gritó Dundee al oído de Clay.

Recién había finalizado el cuarto round. Clay había vapuleado desde el principio a Liston, pero y, al salir al tercero, éste se había embardunad­o los guantes con un líquido que llegaban a usar los púgiles sucios y parecía un invento del diablo: un aceite hecho con cloruro de hierro y que produce un ardor casi insoportab­le en los ojos y provoca ceguera temporal. Era de esperarse en Liston, quien echaba mano a aquella untura en casos en emergencia y se lo había hecho antes a Eddie Machen y a Cleveland Williams. Y Liston era un vándalo, un intimidado­r por cuenta de la Familia de Frankie Carbo, de Las Vegas. Si entrecierr­o los ojos, puedo ver en una esquina del ring, cómo Joe Pollino, el entrenador de Liston, le embarra los guantes y luego lanza un frasco vacío debajo de la tarima.

Pero aquello sucedió hace 55 años aquí, donde ahora tengo en la mano una copa de Moët & Chandon porque el mismo lugar donde Cassius Clay empezó a ser El Más Grande, se realiza hoy una muestra universal de arte moderno y, justo donde caían las gotas de agua de la esponja con la que Dundee limpiaba los ojos de Clay, se encuentra el stand Objets Nomades, de Louis Vuitton: una colección de muebles y objetos de diseñadore­s internacio­nales, como Campana Brothers, Barber & Osgerby, India Mahdavi y Patricia Urquiola para combinar la creativida­d y el legado de más de 160 años de Louis Vuitton en el “Arte de viajar”. Como canta un reguetoner­o de moda, con esta copa en la mano me siento “un fazza en la Ciudad del Sol”, mientras observo la extraordin­aria Anemona Table, de Atelier Biagetti, o la rutilante Blossom Vase, de Tokujin Yoshioka. Aunque la eclosión de todos los sentidos se produce 50 pasos adelante, donde exhiben la escultura Standing woman with hands on her hips, del colombiano Fernando Botero, elaborada en mármol blanco de carrara y que está a la venta al precio de 755 mil dólares.

Sí: las burbujas del champagne se antojan ahora las gotas de agua de la esponja de Dundee sobre los ojos de Clay. Dundee le había tocado el rabillo del ojo a Clay con un dedo y después se lo pasó por uno suyo: quemaba como la esencia del fuego. Dundee llevaba 42 años de entrenador y sabía que nada se conseguía con la histeria. Así que al “¡No veo nada! ¡Córtamelos! ¡No veo nada! ¡Córtame los guantes!”, respondió a su peleador con lo que, en argot mexicano, sería algo así como “no mames, estás peleando por el campeonato del mundo” o del español de España traducido de aquel diálogo luego por editoriale­s de Madrid, “corta el rollo, estás peleando por el campeonato del mundo”.

¡Y se hizo la historia! Cassius Clay salió en el quinto round a correr y a correr, con fósforo en los ojos, viendo la figura borrosa de Liston, pero huyendo para que éste no lo alcanzase mientras resoplaba como un caballo cansado detrás de él. Para el sexto, Clay volvió a tener la vista despejada. Llegó a meter ocho golpes seguidos. Le abrió las bolsas de debajo de los ojos a Liston. El campeón, de quien nadie supo jamás la edad exacta que tenía, estaba perdido. “En ese momento fue como si de pronto le hubieran caído veinte años encima”, le contaría después Clay, para un reportaje en Playboy al escritor negro Alex Halley, el autor de Raíces y de La biografía de Malcolm X. Liston no salió a pelear al séptimo asalto. “Hasta aquí hemos llegado”, le dijo a Pollino. Pollino pensó que se refería a que su púgil ya se había enojado y, ahora sí, destrozarí­a a Clay. Pero, “hasta aquí hemos llegado”, insistió Liston. “Bueno, pues otro día será”, aceptó Pollino y tiró la toalla al centro del ring.

Nueve días después, Elijah Muhammad, líder de la secta La Nación del Islam, anunció por radio que: “Al nombre de Cassius Clay le falta significad­o divino y debe ser cambiado por un nombre musulmán. Yo lo llamaré Muhammad Ali”. Y Clay aceptó su nuevo nombre.

Sin embargo, el 25 de febrero de 1964, en este recinto, que aquella noche estaba cubierto por el nubarrón gris del humo de tabaco de los mafiosos sentados en el ring side, y donde ésta tarde de 55 años después se enseñorea una estatua que venden en casi un millón de dólares, fue Cassius Clay quien convirtió el boxeo en una metáfora de la vida, en el matrimonio perfecto entre la masa y la velocidad. Fue el gato elástico Cassius Clay y no Muhammad Ali, quien demostró esa noche, a los 22 años de edad, frente al toro macizo y enorme de Sonny Charles Liston, que en la vida no ganan los más fuertes ni los más atemorizan­tes.

Demostró que en la vida ganan los más ingeniosos y los más rápidos.

Y que la vida es acción, y no lección.

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