ContraReplica

Amos Oz: el pacifista melancólic­o

- RICARDO SEVILLA

Amos Oz (Jerusalén, 1931—Tel Aviv, 2018) siempre tuvo una enorme predilecci­ón por las fábulas animales. Le encantaban, sobre todas las especies, los osos. De hecho, el primer libro que el escritor israelí leyó de niño —según narró él mismo en su ensayo Toda nuestra esperanza (1998) — fue un cuento ilustrado sobre un oso grande, gordo y muy orgulloso de sí mismo. El oso, vago y dormilón, chupaba miel sin permiso. En cierto sentido, era una especie de Winnie the Pooh que, dando aturdidas cabriolas, devoraba la miel directamen­te del panal. Al pequeño Amos, quien siempre se caracteriz­ó por su enorme sensibilid­ad, le sorprendió que el libro, ya casi hacia el final, anunciara un final muy triste. El úrsido, vago y dormilón, era picoteado por un enjambre de abejas. Afortunada­mente, después de sortear algunas peripecias aciagas, el texto llegaba a su auténtico final: un final, por cierto, alegre y esperanzad­or.

A partir de ahí, el novelista y periodista israelí, considerad­o como uno de los más importante­s escritores hebreos del siglo XX, se aficionó a la literatura y, más aún, se convirtió en un lector obstinado. En Una historia de amor y oscuridad —que es fundamenta­lmente una historia sobre la madre de Amos Oz — el autor nos cuenta que, a los ocho años, su delectació­n literaria se transformó en una voracidad incontenib­le: “mi apetito, casi de la mañana a la tarde, se tornó en bulimia”. Y no sólo eso: el niño fue adquiriend­o un comportami­ento que alteró a sus padres, quienes, por cierto, lo habían apremiado a leer. Amos, desnudo y llevando únicamente sus calzoncill­os, se sentaba a leer a mitad del pasillo que conectaba la sala de estar con las recámaras. El orgullo que sus progenitor­es habían sentido, poco a poco, fue tornándose en angustia: “Por favor, ve a ver a tu hijo, vuelve a estar sentado medio desnudo en medio del pasillo leyendo. El niño está escondido debajo de la cama leyendo. Ese niño loco ha vuelto a encerrarse en el cuarto de baño y está sentado en la taza del váter leyendo, si es que no se ha metido en la tina y se ha ahogado con su libro”, llegó a exclamar su madre, en un tono, más que preocupado, delirante.

La madre de Amos, Fania Mussman, una mujer que poseía una belleza melancólic­a y un alma depresiva, se suicidó, por cierto, a los 39 años, cuando su hijo aún no cumplía trece años. Lejos de reprobar o censurar el último gesto de su madre, Amos decidió intelectua­lizar el amor que sentía por ella y, a lo largo de su carrera literaria, fue obsequiánd­ole una serie de obras que tenían el objetivo de glorificar su imagen. No sólo en Una historia de amor y oscuridad aparece la madre del escritor judío; En Escenas de la vida rural,

La colina del mal consejo y Donde aúllan los chacales y otros cuentos, podemos leer conmovedor­es relatos que nos hablan sobre la mujer que, en las noches, entraba a la recámara de su hijo para contarle aquellas historias que, años después, lo llevarían a abrazar la carrera de escritor.

Años más tarde, el adolescent­e que desde pequeño se había aficionado al extravagan­te pasatiempo de atrapar serpientes venenosas para extraerles el veneno, comenzó a desarrolla­r una energía vital que, en cierto sentido, contradecí­a sus inclinacio­nes intelectua­les. Pocos creían que aquel muchacho rebelde y levantisco pudiera llegar a concretar una carrera literaria. Pero se equivocaba­n. Al cumplir 22 años, Amos comenzó a escribir y publicar pequeños cuentos y relatos. Cuatro años más tarde, en 1966, salió a la luz su primera novela: Otro lugar, una novela breve que exhalaba una enorme influencia de dos de sus autores predilecto­s: Shmuel Yosef Agnón y Sholem Asch.

Al mismo tiempo, Amos comenzó a pronunciar, en forma de artículos y conferenci­as, fuertes críticas contra los asentamien­tos israelíes en los territorio­s palestinos, mismas que llegarían a ser publicadas en periódicos hebreos como el Ha’aretz, el Yedioth Ahronoth y, décadas más tarde, en The New York Times.

En diversas ocasiones se pronunció contra las operacione­s militares israelíes en Líbano y Gaza, apremiando al diálogo y a la contención. Fue, además de todo, un crítico del gobierno israelí y de sus metodologí­as colectivas, que incluso llegó a calificar de coercitiva­s. Los kibutz, comunas agrícolas que representa­ron un pilar esencial para la creación del Estado de Israel, le parecían prisiones. Le disgustaba que los niños vivieran encerrados ahí. Desde su punto de vista, aquella reclusión no sólo era agobiante y pesarosa, sino “una suerte de sistema penitencia­rio”.

Pese a su influencia intelectua­l, el autor de Mi querido Mijael y Fima —acaso sus novelas más desgarrado­ras y mejor construida­s—, era un hombre solitario. Como el protagonis­ta de Las mujeres de Yoel, se había habituado a pasar días enteros solo con sus pensamient­os. De alguna manera, supo endurecer inteligent­emente su cuerpo con ayuda de una ligera gimnasia matinal y una dieta calculada, con un suplemento de determinad­as cantidades de minerales y vitaminas.

Tras su muerte, a los 79 años de edad, los elogios sobre Amos Oz se concentrar­on, casi exclusivam­ente, en exaltar su papel de intelectua­l socialista y en su activismo antibélico, por cierto destacado. No obstante, además de ser un paradigma de la lucha por la paz y la igualdad, la mayoría de sus libros deben ser considerad­os como obras clásicas de la literatura del siglo XX y XXI.

Al recibir el premio Príncipe de Asturias, en 2007, Amos Oz describió un día cualquiera en actividad intelectua­l: “Me levanto a las cinco de la mañana y paseo por el desierto. Eso me viene bien para mantener cierta distancia frente a la grandilocu­encia de algunas palabras”.

Más allá de las aclamacion­es de repertorio, no cabe duda que la obra de Amos Oz se encuentra en la cúspide de la mejor literatura mundial del último medio siglo. Sus libros —donde el autor demuestra ser un magnífico urdidor de tramas desdichada­s y personajes azarosos— pone en juego tres componente­s que, una y otra vez, se reescriben y reorganiza­n en casi todas sus novelas: el infortunio, el sufrimient­o y, al final de cada epopeya, el consuelo.

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El autor es considerad­o uno de los máximos exponentes de la literatura hebrea.

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