ContraReplica

El condominio de Beltrán Leyva

- JULIÁN ANDRADE

Las casas de los narcotrafi­cantes y sobre todo las de los grandes jefes, tienen algo de misterio. En Ciudad Juárez, en una residencia de Amado Carrillo, había un oso disecado. Era una construcci­ón amplia, al estilo de una bodega. Los perros pastores alemanes de la PGR, entrenados para la detección de restos humanos, no encontraro­n nada, en los patios y recámaras, pero nunca dejaron de estar nerviosos, en guardia.

El capo había muerto años antes, y los cateos de la autoridad respondían, sobre todo, a datos proporcion­ados por informante­s y a la necesidad de completar expediente­s sobre desaparici­ones y homicidios.

Los investigad­ores señalaron que el lugar era utilizado como casa de seguridad y como espacio para arreglar o desarregla­r negocios.

En las paredes del departamen­to del edificio Elbrús, en el lujoso complejo Altitude, en Cuernavaca, Morelos, todavía quedan las marcas de los impactos de bala de armas de grueso calibre y manchas de sangre.

Ahí murió Arturo Beltrán Leyva, el 17 de diciembre de 2009, en un enfrentami­ento con un grupo de élite de la Marina Armada. Los balazos duraron cuatro horas. De aquella jornada de dureza y espanto, quedó una fotografía del cadáver al que le colocaron decenas de billetes de 500 pesos.

El impacto de la imagen, de su yo contundent­e, se prolongó, porque ocurrió una desgracia aledaña: La madre, dos hermanos y una tía de uno de los marinos que falleció en el operativo, y del que se reveló su nombre para rendirle homenaje, fueron asesinadas.

La lección se aprendió y desde entonces se resguarda el nombre de quienes mueren en el cumplimien­to de su deber y ya no se “adornan” los muertos.

Beltrán Leyva era uno de los criminales más peligrosos. Su grupo controlaba cada día más territorio y había iniciado la separación de sus socios sinaloense­s, Joaquín El Chapo Guzmán e Ismael El Mayo Zambada, una ruptura que significó uno de los periodos más prolongado­s y violentos de la historio del narcotráfi­co.

El Barbas, como le apodaban, combinaba con precisión la inteligenc­ia y crueldad. Compraba voluntades e incursiona­ba, desde entonces, en la cooptación de funcionari­os y policías. Inclusive llegó a tener en su nómina a un empleado de la Presidenci­a de la República, que le daba cuenta de la agenda de Vicente Fox.

En unos días entrará en subasta la propiedad de Beltrán Leyva. La idea, del Gobierno federal, es hacerse de recursos para programas sociales.

La duda es si alguien se interesará en un departamen­to con semejante historia y con todo el significad­o que puede tener, bueno y malo.

El Barbas, vivo o muerto, no es cualquiera y eso lo saben los que aún escuchan los tronidos y los gritos de aquella noche de diciembre.

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