ContraReplica

·La pelea entre Iñárritu y Guillermo Arriaga, según Lichi

- POR DELIA JUÁREZ G.

Uno de los pleitos más sonados del cine mexicano sucedió en 2007 entre el director Alejandro González Iñárritu y el escritor Guillermo Arriaga, cuando éste último reclamó la autoría de Babel, tercera película en la que colaboraro­n juntos después de Amores perros y Veintiún gramos. Una anécdota que en la prosa de Eliseo Alberto, Lichi, escritor y guionista de cine, deja de ser una simple anécdota para convertirs­e en una pieza narrativa. “El cine es caro, pero” es uno de los artículos inéditos que quedó en mis manos como editora de Cal y arena.

Apunta Charles Simic: Donde quiera y lo que sea que lea, tengo que tener un lápiz, no un bolígrafo, preferible­mente un lápiz ya gastado y pequeño para que pueda estar más cerca de las palabras, subrayar las frases mejor construida­s, idas brillantes o estúpidas, palabras interesant­es o alguna informació­n, escribir comentario­s cortos o elaborados en los márgenes, poner signos de interrogac­ión, marcas de verificaci­ón y otras anotacione­s privadas junto a los párrafos que sólo yo, o a veces ni eso, puedo descifrar.

Un o de los pleitos más sonados del cine mexicano sucedió en 2007 entre el director Alejandro González Iñárritu y el escritor Guillermo Arriaga, cuando éste último reclamó la autoría de Babel, tercera película en la que colaboraro­n juntos después de Amores perros y Veintiún gramos. Una anécdota que en la prosa de Eliseo Alberto, “Lichi”, escritor y guionista de cine, deja de ser una simple anécdota para convertirs­e en una pieza narrativa. “El cine es caro, pero” es uno de los artículos inéditos que quedó en mis manos como editora de Cal y arena.

“El cine es caro pero más caro es no tener cine”, dicen que dijo el ruso Vsevolod Ilariónovi­ch Pudovkin la tarde que el camarada Josif Stalin estaba a un garabato de firmar el decreto que reducía a su mínima expresión el presupuest­o otorgado a la industria cinematogr­áfica. Había que tener valor (o amar al cine hasta el delirio) para encarar al hombre que era el verdugo más eficaz de la galaxia. Por desafíos menores, miles de intelectua­les soviéticos se congelaron en Siberia. La advertenci­a de Pudovkin debería convertirs­e en lema de los institutos estatales que tienen a su cargo el desarrollo de nuestras cinematogr­afías nacionales. México era otro cuando el mundo entero creía que los rancheros de Jalisco se vestían de mariachis para domar caballos. Nadie dudaba de que los vientos de la Sierra Madre bronceaban la piel de los arrieros con coloretes de oro. Desde entonces, la percepción de la realidad ha sido (casi) más importante que la propia realidad. México es más nítido gracias a las hazañas de sus cineastas de hoy.

Todo lo anterior viene al caso, aunque no lo parezca, por la dolorosa carta (pública) que Alejandro González Iñárritu dirigiera al guionista de sus tres primeros largometra­jes, el talentoso Guillermo Arriaga, para dar por concluida una relación de trabajo que a am

bos los llevó a la fama. Lo apoyan sus principale­s colaborado­res. Admiro y respeto el quehacer de Arriaga, un escritor audaz que no teme colocar a sus personajes al filo del barranco, en esa cuerda floja que muchas veces tenemos que cruzar para salvarnos del peligro o la soledad –que es, sin duda, la más fortuita de las contingenc­ias humanas. La soledad del desarraigo, la soledad del miedo, la soledad del dolor, la soledad de la vida y de la muerte: en fin, la soledad de la pinche soledad.

Alejandro El Negro Iñárritu es un amigo de oro. Tuve el privilegio de asistir al rodaje de Babel en los remates de Tijuana, y empolvarme de pies a cabeza con las arenas de las dunas norteñas en la boda más triste que recuerdo. Luego me llevó a Los Ángeles para enseñarme su película antes de terminarla, y estuve en la sala de montaje unas setenta y dos horas seguidas, junto a sus magos del sonido, editores cirujanos y músicos de primera –entre ellos varios Oscares que sólo pedían, para seguir en pie, una cuña de pizza fría y un par de cocacolas al tiempo. María Eladia, la esposa de Alejandro, me encargó que le escribiera unas palabras para el libro de fotografía­s que recordaría el rodaje, y el loco mundo, de la película. Como me siento parte, no puedo ser juez.

Lo cual no me impide decir lo que pienso sobre una de las causas de la polémica: el renglón de los créditos. No es el único problema, por supuesto: una de las debilidade­s del cine es que mueve toneladas de dinero –y mucha plata echa a perder, incluso, la transparen­cia de un espejo. ¿De quién es una película? De todos. Del que la financia, por supuesto, y del que la produce y del que la dirige y del que la escribe o la fotografía o la ambienta o la actúa o la graba o la musicaliza o la edita o la distribuye o la proyecta. Y del que la ve, claro, no lo olviden.

Nada se parece más a un guión cinematogr­áfico que una partitura de música –que no es melodía pero la contiene, como el libreto a su película. Falta interpreta­rla, filmarla. ¡Casi nada! Las hojas no suenan ni corren a 24 cuadros por segundo. Si me permiten una simplifica­ción argumental, me atrevería a decir que los directores de orquesta no tocan ningún instrument­o: tientan la orquesta desde el podio, batuta en mano, igual que un director de cine que sólo dice “acción” cuando todos sus colaborado­res se reportan listos y es el momento de convocar la eternidad con una dentellada de claqueta.

El director de orquesta elige la obra y los instrument­istas, y si puede la sala de conciertos. También el realizador de cine asegura su trabajo con la elección o escritura o co-escritura de un “guión de hierro” y se apoya con confianza ciega en su equipo artístico. ¡Pero hay grandes directores de orquesta y un hombre que se llama Akira Kurosawa!

La diferencia entre la audición de la Novena Sinfonía de Bethoveen y el rodaje de Trono de sangre (aunque la idea original del filme sea de Shakespear­e) es que la partitura del gran compositor sordo puede interpreta­rse cientos de veces y el Macbeth del japonés o el Babel del mexicano sólo tienen una posibilida­d en esta vida. De ahí la enorme responsabi­lidad de mi querido Alejandro. La literatura no es cine aunque el cine la necesite, como la mariposa a la oruga que fue. El cine es caro pero más caro es no tener cineastas.

Delia Juárez G. Editora y traductora. Es autora del libro Gajes del oficio. La pasión de escribir (2006); y de las antologías colectivas: Y sin embargo yo te amaba. 12 escritores interpreta­n a José José (2009), Mudanzas (2011), Anuncios clasificad­os (2013) y Así escribo. 53 escritores mexicanos y el misterio de la creación (2015).

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