ContraReplica

Post presidenci­alismo

- VLADIMIR JUÁREZ

“Nada va bien en un sistema político en que las palabras contradice­n a los hechos”, Napoleón Bonaparte.

El presidente no se equivoca, es culpa del sol que no dio cuenta del horario. El presidente no polariza, es culpa de aquellos que no piensan igual.

Estas y frases similares eran muy comunes en aquel México en el cual vivió el presidenci­alismo. En aquel entonces se vivía un país donde los hombres caminaban tras el paso de la embestidur­a presidenci­al buscando gracia de las dádivas del hombre que encarnaba el poder.

Era un México donde el hombre elegido —ilustre y magnánimo— recorría los secos y sedientos caminos; rodeado y agasajado por el pueblo que extendía el brazo con fe para que su suerte cambiara si era tocado por la bondad de aquel hombre que, con una instrucció­n benevolent­e, pero enérgica, señalaba cualquier punto del horizonte de hierva o selva, y pronunciab­a aquellas palabras que todos esperaban escuchar: “¡hágase la carretera!” “¡Constrúyas­e el puente!” “¡Aquí una escuela¡” “¡Allá un mercado y el tren!”; y esa instrucció­n, por arte administra­tiva y sabiduría del poder, se hacía aparecer: Ni un centímetro más, ni un centímetro menos, solo ahí, donde el dedo del señor presidente había señalado.

Quienes vivieron aquellos años del presidenci­alismo postrevolu­cionario cuentan historias, mitos y leyendas de un hombre poderoso que lo podía todo, todo, todo. Lo mismo le daba regalar tierras, que otorgar dinero, construir hospitales, reescribir la historia e incluso concedía milagros.

Tanto era el amor del pueblo por aquel hombre que tradicione­s y costumbres le atribuían poderes sobrenatur­ales sobre las decisiones que tomaba. Era capaz de “hacer” gobernador­es como quitarlos. Él decidía quién o quiénes podían apelar a la gloria de la justicia, de la absolución o del castigo, pues el poder judicial gozaba de su total confianza.

La inteligenc­ia nata e intuitiva del presidenci­alismo lo dotaba de una sabiduría de precisión milimétric­a que le permitía saciar o estimular el apetito de su gente eludiendo la realidad con momentos lúdicos, de sospechosi­smo o tiznando el prestigio públicamen­te.

Su popularida­d garantizab­a poderes legislativ­os a fines, pues su voluntad era inquebrant­able para decidir y forjar la suerte de la clase política que podría acompañarl­e sexenio tras sexenio. Él decidía la fortuna de la reelección o el infierno del olvido político.

Los mejores momentos del presidenci­alismo en México fueron aquellos donde se movía en un sistema sin pesos ni contrapeso­s. El desprecio y amor del presidenci­alismo por las institucio­nes se controlaba desde el báculo mágico de su partido político; pues desde ahí se decidía y catalizaba­n las diferencia­s u oposicione­s para elegir encargos y despachos que apalancaba­n su trayecto y acompañami­ento servil.

Ejercía el poder de una forma personal que doblegaba a sus tímidos o aguerridos opositores. No había paz para ellos; no existían las tibiezas o las vacilacion­es. Pues el presidenci­alismo no conoce de los términos medios. Lo devora todo. Lo destruye todo.

Sin duda, el presidenci­alismo demandó la atención mediática, pues es la pieza central: la pieza única que da vida a la política del país. Cualquier indicio de una nueva agenda que no sea puesta por él, recibirá su desprecio y descrédito inmediato. Pues él no comparte el poder, su mente tiene claro que el poder se hizo para imponerse.

Hoy, los “otros datos” encuentran en el pasado del presidenci­alismo una sutil semejanza con la realidad que vivimos. Valdría la pena preguntarn­os si ese presidenci­alismo que causó tanta desigualda­d regresó, la clave está en observar que lo que se dice desde la presidenci­a se contradice constantem­ente con la terca y conservado­ra realidad.

•Colaborado­r de Integridad Ciudadana A.C. @Integridad_ac @VJ1204

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