Post presidencialismo
“Nada va bien en un sistema político en que las palabras contradicen a los hechos”, Napoleón Bonaparte.
El presidente no se equivoca, es culpa del sol que no dio cuenta del horario. El presidente no polariza, es culpa de aquellos que no piensan igual.
Estas y frases similares eran muy comunes en aquel México en el cual vivió el presidencialismo. En aquel entonces se vivía un país donde los hombres caminaban tras el paso de la embestidura presidencial buscando gracia de las dádivas del hombre que encarnaba el poder.
Era un México donde el hombre elegido —ilustre y magnánimo— recorría los secos y sedientos caminos; rodeado y agasajado por el pueblo que extendía el brazo con fe para que su suerte cambiara si era tocado por la bondad de aquel hombre que, con una instrucción benevolente, pero enérgica, señalaba cualquier punto del horizonte de hierva o selva, y pronunciaba aquellas palabras que todos esperaban escuchar: “¡hágase la carretera!” “¡Constrúyase el puente!” “¡Aquí una escuela¡” “¡Allá un mercado y el tren!”; y esa instrucción, por arte administrativa y sabiduría del poder, se hacía aparecer: Ni un centímetro más, ni un centímetro menos, solo ahí, donde el dedo del señor presidente había señalado.
Quienes vivieron aquellos años del presidencialismo postrevolucionario cuentan historias, mitos y leyendas de un hombre poderoso que lo podía todo, todo, todo. Lo mismo le daba regalar tierras, que otorgar dinero, construir hospitales, reescribir la historia e incluso concedía milagros.
Tanto era el amor del pueblo por aquel hombre que tradiciones y costumbres le atribuían poderes sobrenaturales sobre las decisiones que tomaba. Era capaz de “hacer” gobernadores como quitarlos. Él decidía quién o quiénes podían apelar a la gloria de la justicia, de la absolución o del castigo, pues el poder judicial gozaba de su total confianza.
La inteligencia nata e intuitiva del presidencialismo lo dotaba de una sabiduría de precisión milimétrica que le permitía saciar o estimular el apetito de su gente eludiendo la realidad con momentos lúdicos, de sospechosismo o tiznando el prestigio públicamente.
Su popularidad garantizaba poderes legislativos a fines, pues su voluntad era inquebrantable para decidir y forjar la suerte de la clase política que podría acompañarle sexenio tras sexenio. Él decidía la fortuna de la reelección o el infierno del olvido político.
Los mejores momentos del presidencialismo en México fueron aquellos donde se movía en un sistema sin pesos ni contrapesos. El desprecio y amor del presidencialismo por las instituciones se controlaba desde el báculo mágico de su partido político; pues desde ahí se decidía y catalizaban las diferencias u oposiciones para elegir encargos y despachos que apalancaban su trayecto y acompañamiento servil.
Ejercía el poder de una forma personal que doblegaba a sus tímidos o aguerridos opositores. No había paz para ellos; no existían las tibiezas o las vacilaciones. Pues el presidencialismo no conoce de los términos medios. Lo devora todo. Lo destruye todo.
Sin duda, el presidencialismo demandó la atención mediática, pues es la pieza central: la pieza única que da vida a la política del país. Cualquier indicio de una nueva agenda que no sea puesta por él, recibirá su desprecio y descrédito inmediato. Pues él no comparte el poder, su mente tiene claro que el poder se hizo para imponerse.
Hoy, los “otros datos” encuentran en el pasado del presidencialismo una sutil semejanza con la realidad que vivimos. Valdría la pena preguntarnos si ese presidencialismo que causó tanta desigualdad regresó, la clave está en observar que lo que se dice desde la presidencia se contradice constantemente con la terca y conservadora realidad.
•Colaborador de Integridad Ciudadana A.C. @Integridad_ac @VJ1204