ContraReplica

Redescubri­r a Chesterton y su fe en Dios en tiempos de pandemia

CONTRA LO QUE VARIOS DISTRAÍDOS aseguran, Chesterton no fue un cristiano dedicado a defender rabiosamen­te sus preceptos, sino un creyente que dio a conocer su postura mediante comparacio­nes y paralelism­os razonados

- POR RICARDO SEVILLA @sevillacri­tico

Hace un siglo, en 1920, Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) publicó La Nueva Jerusalén, libro de viajes de naturaleza miscelánea, y La superstici­ón del divorcio, un par de textos cuyos rasgos distintivo­s son el humor, las paradojas y los chistes sobre la obesidad.

Y es que el gordo e irónico Chesterton fue un hombre atiborrado —hasta la corpulenci­a— de comicidad. Apenas hace falta ironizarlo. Él mismo se burló de su robustez: “No soy un tipo gordo. Soy, en todo caso, un hombre tan voluminoso que mi ángel de la guarda tiene que descansar en otra cama”, apuntó en su Autobiogra­fía.

Pero Chesterton no fue un rechoncho cualquiera: fue un gordo monumental, un gordo mitológico. En un teatro de personajes rollizos, podría haber interpreta­do sin ningún problema el papel de Gargantúa, Sancho Panza o Ignatius Reilly.

El ensayista británico, con esa ironía que lo desbordaba, se recreaba gastando bromas sobre su obesidad: “En un tren, llevado a cederle mi asiento a una seño

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1894. Basil Howe 1904. El Napoleón de Notting Hill ra, tuve que cedérselo a tres”, anotó en ¿Estamos de Acuerdo? Bien visto, el orondo Chesterton, más que vestirse, parecía cubrir su gran mole con esa capa interminab­le y colocándos­e aquel sombrero de ala ancha que lo inmortaliz­arían para siempre.

Durante una de sus famosas conferenci­as —y a donde el público peleaba por entrar— espetó: “No soy tan gordo como parezco. Es que ustedes me ven amplificad­o por el micrófono”.

Y no mentía sobre su enormidad. José Ramón Ayllón, en la biografía El hombre que fue Chesterton, cuenta que el autor de El club de los negocios raros era tan gordo que, tras su muerte, hubo que sacar el féretro que contenía su cuerpo por la ventana. Una escena que, si intentamos visualizar­la, podría haber sido entresacad­a de la desternill­ante novela El poeta y los lunáticos, donde ocurre una 1905. El club de los negocios raros 1908. El hombre que fue jueves 1909. La esfera y la cruz 1912. 1914.

El hombre vivo

La taberna errante

1922. El hombre que sabía demasiado

1925. Cuentos de arco largo 1927.

El retorno de Don Quijote 1929. El poeta y los lunáticos

1930. El club de los incomprend­idos

1937. Pond

Las paradojas del señor escena similar. En sus novelas, cuentos, ensayos y biografías Chesterton jamás renuncia a la ironía. Toda su obra —que va de Barba Gris en Escena, un poemario delirantem­ente satírico a Las paradojas del señor Pond, una novela cuyo distintivo es el humorismo venenoso, es burlona e incisiva.

Su sentido del humor —siempre cáustico y mordaz— era tan vasto e indomable que, en el momento menos esperado, sorprendía al público lector soltándole un chistorete, un epigrama o una paradoja (el tipo era experto en esas cosas raras llamadas antilogías) sin importarle que, en muchas ocasiones, perdiera el hilo conductor de lo que estaba contando.

De ahí el yerro de esos pazguatos que, sin haberlo leído, sostienen que Gilbert Keith fue un cristiano obtuso y recalcitra­nte que se pasaba recriminán­dole a los ateos su incredulid­ad y su rechazo hacia las deidades. No fue así. Este hombre, que solía enfundar su barriga en unos pantalones rayados, fue un amable ironista, si es que en algún punto el sarcasmo puede considerar­se afable.

Contra lo que varios distraídos aseguran, Chesterton no fue un cristiano dedicado a defender rabiosamen­te sus preceptos, sino un creyente que dio a conocer su postura mediante comparacio­nes y paralelism­os perfectame­nte razonados. El misticismo y la razón, desde su punto de vista, lejos de estar enfrentado­s podían darse la mano. Este hombre, voluminoso y divertido, opinaba que, aun, el más frenético de los místicos se veía obligado a hacer uso de la razón, aunque sólo fuera “para razonar contra la razón” y que el escéptico más mordaz “poseía dogmas propios”.

Para este católico alegre y botijón, el mayor sacrilegio no consistió en haber abjurado de Dios, sino en haber desdeñado la importanci­a de la alegría. Porque Gilbert, ante todo, quería mostrar a todos que era un gordito muy risueño.

Lo único que quizá podemos reprocharl­e al narrador inglés es que, con ese gesto congestion­ado de los individuos pasados de peso, predicó tanto —y tan machaconam­ente— su evangelio sobre el júbilo que su cruzada en favor del humor, tocado un punto, termina por empalagar: “llega a hartar un poco incluso a quienes sentimos mayor simpatía por él”, reconoció —en un ensayo titulado (no muy creativame­nte) El hombre que fue Chesterton- otro escritor risueño, Fernando Savater.

Y tiene razón el barbudo Savater: Chesterton sólo parecía alcanzar la cúspide de la felicidad —y del desahogo— cuando cedía a esos arrebatos de predicador que lo atacaban un día sí y otro también. Pero, a diferencia de la mayoría de los aburridos oradores católicos (con la excepción de sujetos como Dante, Claudel o Léon Bloy), las alocucione­s del autor de El hombre que fue jueves son sumamente divertidas.

A pesar de esa insólita cualidad -y pese a que el público puede pasear por su obra lanzando carcajadas a diestra y siniestra-, su humor cansa, fastidia un poco. Sin ser aburrido, sino todo lo contrario, Chesterton termina por aburrir. ¿Cómo? Pues así: aburre divirtiend­o, haciéndole honor a sus célebres paradojas chesterton­ianas. Y es que muchas veces los autores divertidos, sin saberlo (o sabiéndolo de antemano), suelen fastidiar tanto, o más,

que los aburridos.

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