Rescatar el heroísmo
Conocí tiempos en que el concepto de heroísmo en los niños lo representaban policías y bomberos, en el caso de ellos, y maestras y doctoras, en el de ellas. Después, las opciones se diversificaban: astronautas, biólogos marinos (creo porque sonaba interesante a los oídos infantiles), científicos, futbolistas, etc.
Las policías de los tres órdenes de gobierno realizan a diario acciones de prevención, persecución e investigación de delitos, además de las táctico operativas propias de flagrancias y contingencias. Se contabilizan por miles a la semana. Decenas de miles al mes. Sus logros cotidianos son parte de la estadística que a nadie importa.
Cuando un suceso rompe lo ordinario en las instancias de seguridad pública, sucede lo mismo que cuando un avión se estrella o despista. La cobertura se globaliza y se activa una maquinaria de análisis, en el mejor caso, y de denostación en el peor, que es el que se impone. Basta salir del guión un momento para colocar en el centro de la crítica a las instituciones de seguridad. Es la golondrina que hace verano.
Mucho se ha debatido cómo mejorar esquemas operativos, transparentarlos y someter a escrutinio público las violaciones a derechos humanos y excesos de los integrantes de los cuerpos de seguridad. Poco, en cambio, cómo atender sus legítimas demandas. Poco o nada ha importado reconocer su labor correcta y constante.
La Policía no es corrupta. Corruptos son un puñado que desde las instituciones o fuera de ellas se alían para viciar una función que merecería mucho más de lo que tiene. Por cada caso de desviación de un agente policial, hay decenas de miles de historias dignas de palmas.
En México sigue vigente el infame párrafo tercero del artículo 123, Apartado B, de nuestra Constitución, que los discrimina al negarles estabilidad en el empleo. Los legisladores no han tenido tiempo (o ganas) de corregir esa injusticia, pero sí de ampliar el catálogo de delitos con prisión preventiva oficiosa a conductas cometidas por servidores públicos. También, para que se otorgue el mismo trato a un terrorista, multihomicida, secuestrador y narcotraficante, que a quien en su calidad de servidor público realice una conducta indebida, aunque no se asemeje a las atrocidades de dichos tipos penales.
Vivimos tiempos de saña y tentación constante a mancillar el prestigio de las instituciones de seguridad y sus integrantes. Basta analizar el tiempo dedicado a la difundir sus logros y contrastarlo con el empleado en denigrarlos.
Los niños modelan su concepto de heroísmo al ver -con sus ojos ávidos de aprendizaje-, a quienes triunfan. Por eso ya no extraña que el lugar de los policías lo ocupen hoy los delincuentes señalados como millonarios globales; figurines del mal cuyas “hazañas” se transmiten 24 horas en plataformas digitales y se cantan en música basura.
Rescatar el concepto de heroísmo es imperioso. Comencemos en las leyes, dándoles estabilidad y certeza. Sigamos con los valores, en donde debemos emprender -sociedad y gobierno-, una dura batalla contra los falsos conceptos de éxito y valentía.
Que el modelo de lo heroico se modificara es en parte culpa de nuestro sistema de valores, que cedió paulatinamente a la banalización de los roles dignos de admiración, pero también de nuestro marco legal y de la manera de reconocer como sociedad al buen servicio público.