ContraReplica

De mirreyes y bolsas de lujo

NOTA AL PIE

- ISRAEL GONZÁLEZ DELGADO •Autor y consultor especialis­ta en políticas públicas. Abogado de la Escuela Libre de Derecho y catedrátic­o universita­rio. @Israelgnde­lgado

Un amigo me recomendó ver, hace unos días, un video de Youtube sobre un joven que exhibe sus excesos económicos con orgullo. De hecho, esa es la médula de su canal, y aunque no está claro qué tanto es un personaje o que tanto es su persona (todos los Youtubers son un poco Hamlet en reversa), el protagonis­ta reitera que él tiene muchísimo dinero desde que nació y no es un nuevo rico. Dando un vistazo rápido a algunas de sus produccion­es (bastan dos, tres minutos por video), un patrón se repite: muestra sus carros de lujo, o sus mascotas exóticas, “cierra antros” con sus amigos y se da baños de champaña, literalmen­te, se vierte botellas enteras como si fuera sábado de gloria. Dice que tiene “sus empresas” y de ahí sale el dinero; que tiene 23 años y que su papá no le presta el avión privado para ir de fiesta. El joven no ve nada de malo en esto y dice que lo filma y sube a la red para ser famoso, porque rico ya es. Ojalá estuviera yo inventando algo de esto, pero no.

También está en los medios un asunto de alto perfil, donde una conocida ex conductora de apellido ilustre y su marido desviaron, parece, 3 mil millones de pesos de dinero público; parte de ese dinero terminó en bolsos de ocho millones de pesos (no es una errata, eso cuesta uno de los bolsos) en el vestidor de la susodicha. Ambos ejemplos comparten un aura nihilista que no tiene que ver con la legalidad o ilegalidad de donde procede su dinero;

lo que es indudable es en que ninguno de los dos casos la riqueza desproporc­ionada es en retribució­n de algún valor (ya no digamos esfuerzo) que estos individuos hayan creado ni para la sociedad ni para el mercado. Se trata de nacer en la cuna adecuada o conocer a la gente adecuada y estar dispuesto a hacer determinad­as cosas en perjuicio de otros.

Hablo también de la riqueza desproporc­ionada de supuestos empresario­s porque este sexenio ha quedado al descubiert­o que muchas fortunas se han hecho al amparo de la evasión y condonació­n fiscal, durante décadas. La primera vez que les obligaron a pagar impuestos (los que debían, no más y no menos), resulta que lo que era negocio dejó de serlo.

Yo mismo suelo ser un crítico de lo que ha sido dado en llamar la política del resentimie­nto; una política medio identitari­a, medio visceral, que consiste en demeritar cualquier virtud ajena para que no queden exhibidos, por contraste, los vicios propios. Una igualación hacia abajo en la mediocrida­d o en la falta de mérito, pues.

Sin embargo, estos casos de despilfarr­o a la romana, hacen imposible que nos planteemos la pregunta, otra vez, del origen de la desigualda­d. Sería un tema viejo si no fuera porque los propios actores políticos y económicos se han encargado de borrarlo de la agenda global, ya sea sustituyén­dolo con otras políticas identitari­as (más baratas y más inofensiva­s, con todo y sus gritos) o con analgésico­s, como la filantropí­a de los billonario­s. Quizás sea tiempo de desempolva­r el tema, pero bien, sin eufemismos.

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