De mirreyes y bolsas de lujo
NOTA AL PIE
Un amigo me recomendó ver, hace unos días, un video de Youtube sobre un joven que exhibe sus excesos económicos con orgullo. De hecho, esa es la médula de su canal, y aunque no está claro qué tanto es un personaje o que tanto es su persona (todos los Youtubers son un poco Hamlet en reversa), el protagonista reitera que él tiene muchísimo dinero desde que nació y no es un nuevo rico. Dando un vistazo rápido a algunas de sus producciones (bastan dos, tres minutos por video), un patrón se repite: muestra sus carros de lujo, o sus mascotas exóticas, “cierra antros” con sus amigos y se da baños de champaña, literalmente, se vierte botellas enteras como si fuera sábado de gloria. Dice que tiene “sus empresas” y de ahí sale el dinero; que tiene 23 años y que su papá no le presta el avión privado para ir de fiesta. El joven no ve nada de malo en esto y dice que lo filma y sube a la red para ser famoso, porque rico ya es. Ojalá estuviera yo inventando algo de esto, pero no.
También está en los medios un asunto de alto perfil, donde una conocida ex conductora de apellido ilustre y su marido desviaron, parece, 3 mil millones de pesos de dinero público; parte de ese dinero terminó en bolsos de ocho millones de pesos (no es una errata, eso cuesta uno de los bolsos) en el vestidor de la susodicha. Ambos ejemplos comparten un aura nihilista que no tiene que ver con la legalidad o ilegalidad de donde procede su dinero;
lo que es indudable es en que ninguno de los dos casos la riqueza desproporcionada es en retribución de algún valor (ya no digamos esfuerzo) que estos individuos hayan creado ni para la sociedad ni para el mercado. Se trata de nacer en la cuna adecuada o conocer a la gente adecuada y estar dispuesto a hacer determinadas cosas en perjuicio de otros.
Hablo también de la riqueza desproporcionada de supuestos empresarios porque este sexenio ha quedado al descubierto que muchas fortunas se han hecho al amparo de la evasión y condonación fiscal, durante décadas. La primera vez que les obligaron a pagar impuestos (los que debían, no más y no menos), resulta que lo que era negocio dejó de serlo.
Yo mismo suelo ser un crítico de lo que ha sido dado en llamar la política del resentimiento; una política medio identitaria, medio visceral, que consiste en demeritar cualquier virtud ajena para que no queden exhibidos, por contraste, los vicios propios. Una igualación hacia abajo en la mediocridad o en la falta de mérito, pues.
Sin embargo, estos casos de despilfarro a la romana, hacen imposible que nos planteemos la pregunta, otra vez, del origen de la desigualdad. Sería un tema viejo si no fuera porque los propios actores políticos y económicos se han encargado de borrarlo de la agenda global, ya sea sustituyéndolo con otras políticas identitarias (más baratas y más inofensivas, con todo y sus gritos) o con analgésicos, como la filantropía de los billonarios. Quizás sea tiempo de desempolvar el tema, pero bien, sin eufemismos.