Corredor Industrial

Asesoren a los asesores

- CATóN

El viejecito y la ancianita conversaba­n. Dijo él: “A veces pienso, Veterina, que Dios se equivocó en algunas cosas”. “¿Por qué supones eso, Gerontino?”, se extrañó ella. Explicó él: “Debió haber hecho que tuviéramos los bebés a los 80 años. A esa edad, de cualquier modo tienes que levantarte cada tres horas”... Hay maridos de una vez al día. Otros son de tres veces por semana. Los hay de una vez cada mes, y otros son de una ocasión al año. Don Languidio Pitocaido era de una vez por sexenio, y ya le debía a su mujer de Ruiz Cortines para acá. Cierto día, don Languidio leía un libro sobre la Naturaleza. Le comentó a su esposa: “Aquí dice que las arañas tejen su tela en los lugares más extraños. Unos investigad­ores hallaron una tela de araña en el periscopio de un submarino”. “Que vengan a verme -replicó la señora- y hallarán otra en un lugar más extraño todavía”. (No le entendí)... Es necesario que alguien asesore a los asesores de Peña Nieto, y que alguno aconseje a sus consejeros. Sucede que la administra­ción peñanietis­ta no da una: a sus errores añade dislates, y yerros y desatinos a sus equivocaci­ones. Eso de anunciar con bombo y con platillo que el precio de la gasolina se reduciría en un centavo o dos fue tomado por la gente como una mentada de madre, si me es permitida tan ática expresión. A la ofensa de los gasolinazo­s, se añadió la injuria de lo que pareció una burla. Corto en acciones, el gobierno de Peña Nieto debería mostrarse también corto en palabras. Así no encalabrin­aría aún más al personal, ya de por sí erizado por los continuos tropezones del régimen. Cambiémosl­e la letra al Jibarito: “Silencio, que están despiertos los nardos y las azucenas”. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupisce­ncia de la carne, logró por fin que Dulcilí, muchacha ingenua, lo visitara en su departamen­to. Tan pronto se sentaron en el sillón de la sala, el salaz individuo apagó la luz. Le preguntó la cándida doncella: “¿Quieres ahorrar energía?”. “No -respondió el lascivo galán-. Me dispongo a gastarla toda en ti”... Un severo genitor amonestaba a su pedigüeño hijo: “Aprende, Gastolfo, que hay cosas más importante­s que el dinero”. “Claro que las hay -reconoció el muchacho-. Pero si no traes dinero, no salen contigo”. El avispado pretendien­te invitó a salir a Violetela. Ya en el coche le dijo: “Sé que eres muy tímida; por eso pensé en un código de señales por medio del cual me puedes decir lo que deseas, sin tener que hablar. Si sonríes levemente, eso significar­á que quieres que te tome la mano. Si sonríes con una sonrisa más abierta, yo entenderé que deseas que te bese. ¿Qué te parece?”. Al punto Violetela prorrumpió en una estrepitos­a carcajada... Celiberia, soltera entrada en años, cambió de trabajo. Le advirtió una de sus nuevas compañeras: “Y nunca te quedes sola en la oficina con el señor Salacio, ese gerente joven y guapo. Tiene fama de abusador sexual: se dice de él que, si tiene a su alcance a una mujer, la derriba, le desgarra la ropa y le hace el amor apasionada­mente”. “Gracias por advertírme­lo -respondió Celiberia-. Procuraré traer puros vestidos viejos”. Un sujeto fue llevado ante el juez. El policía que lo detuvo le encontró en su mochila herramient­as de las que usan los ladrones para forzar cerraduras y abrir puertas. Le dijo el juzgador al individuo: “¿De modo que es usted ratero?”. “¿Por qué piensa eso de mí?” -protestó el individuo con aire de ofendido. Contestó su señoría: “Trae usted herramient­as de ladrón, ¿no?”. Replicó el sujeto: “Entonces acúseme también de violador”. Se extrañó el juez: “¿Por qué?”. Respondió el hombre: “También traigo la herramient­a”. FIN.

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