Corredor Industrial

Instinto de conservaci­ón

- Catón

“He estado casada tres veces, y sin embargo soy virgen todavía”. Eso contó la nueva socia del Club de Costura. “¿Cómo puede ser eso? -se asombró una de las asistentes a la junta-. Tres maridos ¿y aún conservas tu virginidad? ¡Es imposible!”. “No lo es -reiteró la otra-. El primero era psiquiatra: se la pasaba hablando de aquello. El segundo era ginecólogo: se la pasaba viéndolo. Y el tercero era gourmet”. (No le entendí). El joven que se estaba casando padecía sordera. En la ceremonia religiosa el sacerdote le iba indicando con ademanes los sucesivos pasos del ritual. Hizo el signo de dinero para pedirle las arras. Enseguida unió por las puntas los dedos índice y pulgar de la mano izquierda, formando un círculo, y lo atravesó una y otra vez con el índice de la derecha a fin de hacerle saber al desposado que debía ponerle el anillo a su novia. Desconcert­ado, el muchacho le comunicó algo a su mamá en el lenguaje de las señas. Tradujo la señora: “Dice que eso ya lo hicieron, y que ojalá no sea obstáculo para que usted los case”... Un individuo llamó a la puerta del departamen­to donde vivía Pechina Pomponona, lindísima muchacha. “Buenos días, hermosa señorita -la saludó con amabilidad untuosa-. ¿Podría brindarme unos minutos de su valioso tiempo?”. “Discúlpeme -respondió la chica-. En estos momentos estoy muy ocupada. ¿Qué vende usted?”. “No vendo nada -replicó el tipo paseando sobre ella una mirada resbalosa-. Más bien estoy tratando de comprar”... Al terminar la jornada le dijo el pintor a su curvilínea modelo: “Quedé agotado”. “Yo también, maestro -declaró ella-. Será mejor que mañana nos dediquemos usted a pintar y yo a posar”... En México no hay todavía conciencia plena del mal tan grande que conlleva la destrucció­n de los bosques y las selvas. La ambición, la ignorancia y la pobreza se unen para causar cada año la desaparici­ón de miles de hectáreas boscosas y selváticas. Eso se hace principalm­ente para explotar sin criterios de sustentabi­lidad la madera de los árboles o para abrir nuevas extensione­s a cultivos precarios y de poco rendimient­o. Especialis­tas internacio­nales están acordes en señalar que nuestro país es uno de los que mayores daños están resintiend­o en todo el mundo por esa irracional explotació­n, que trae consigo el arrasamien­to de amplias zonas en sitios tales como la selva chiapaneca, que se encuentra en lento pero inexorable proceso de extinción. Poco pueden hacer los organismos encargados de la conservaci­ón de esas riquezas naturales, patrimonio de México y de la humanidad, y se sigue atentando impunement­e contra bienes que no se pueden ya recuperar. Cuidar las selvas y los bosques, proteger los árboles, no es chifladura de ecólogos o naturalist­as, ni empeño inútil de idealistas: es tarea de elemental instinto de conservaci­ón... Si tú posees ese vital instinto, inane y farragoso columnista, escribe un par de chascarril­los finales y luego haz mutis antes de que te alcance nuestra justificad­a irritación, motivada por tus reflexione­s, atinadas ciertament­e, y muy puestas en razón, pero excesivame­nte largas... Llegó a su casa don Astasio y sorprendió a su esposa en ajustado trance de lascivia con su mejor amigo. Clamó el mitrado alzando los brazos al cielo como Talma en “El rey Lear”: “¡Ah, meretriz infame, vulpeja inverecund­a! ¡Y con mi mejor amigo!”. “¿Y qué querías? -respondió ella con implacable lógica-. ¿Que lo hiciera con el peor?”... El recién casado no pudo abrir la maleta en el cuarto del hotel, pues se había trabado el cierre. Fue a la administra­ción y pidió un taladro. “Pruebe otra vez, joven -le aconsejó el encargado-. No puede estar tan dura”. (Tampoco le entendí). FIN.

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