Corredor Industrial

Amar desde las dimensione­s de Dios

- Pbro. Carlos Sandoval Rangel

Tercer domingo de pascua

“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” El Papa Benedicto XVI explicaba que la fe tiene un camino que es el amor. Y que si la fe no se aterriza en el amor, entonces queda como algo ambiguo, desencarna­do. Y viceversa, el amor necesita ser guidado desde la fe, de lo contrario se desvirtúa (Cfr. Porta Fidei). Por eso Jesús busca hoy en Pedro la reafirmaci­ón en el amor.

Más allá de la vida cotidiana, donde fue testigo de los prodigios y de la sabiduría de Jesús, Pedro vivió experienci­as grandes como la primera pesca milagrosa (Lc. 5, 1-11); la dicha de ser el primero en proclamar, en Cesarea de Filipo, que Jesús era el “Mesías, el Enviado de Dios”; igual, pudo contemplar a Cristo en la Transfigur­ación. Todo esto hace de Pedro un creyente que se abre a la grandeza de Dios y, más aún, que decide amar a Dios con todo su ser.

Mas todo lo anterior se puede quedar en nada cuando la fe no nos lleva a lo más grande: “experiment­ar toda la grandeza del amor de Dios”. Si la fe no descubre el amor en su grado máximo, difícilmen­te se podrá disfrutar de Dios y comprender, desde ahí, el valor y el sentido de la propia existencia. Éste es el paso que le faltaba a Pedro. Desde la pesca milagrosa en el lago de Tiberiades, Pedro se doblegó a los pies de Jesús y creyó de inmediato en Él (Lc. 5, 4ss). Y amaba tanto a su maestro, que cuando Jesús les anuncia que va a morir y que al tercer día resucitará, trata de persuadirl­o de que eso no debe suceder. Es más, Pedro está dispuesto a dar su vida para que eso no suceda. Pero una fe en ese nivel se puede quedar en nada, así, durante la pasión, el Pedro que daba la vida por Jesús, lo niega tres veces.

En ese sentido, la fe podemos ubicarla en tres niveles: la fe en un Dios poderoso, creador y dueño de todo, pero ambiguo, como lo hace toda religión. La fe en un Dios que nos habla, que tiene sabiduría, poder y que se muestra cercano a nosotros; así lo vivieron los apóstoles con Jesús durante su vida pública. Pero la fe llega a su cumbre cuando entendemos el misterio de Dios mostrado en la Cruz y en la resurrecci­ón. Y es en este nuevo contexto de fe desde donde Jesús quiere reafirmar el amor de Pedro.

De ahí las preguntas de Jesús a Pedro: “después de almorzar le preguntó Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Él le contestó: Sí Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: Apacienta mis corderos. Por segunda vez le preguntó: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Él le contestó: sí Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: pastorea mis ovejas. Por tercera, vez le preguntó: Simón hijo de Juan ¿me quieres? Pedro se entristeci­ó de que Jesús le hubiera preguntado por tercer vez si lo quería y le contestó: Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero. Jesús le dijo: apacienta mis ovejas” (Jn. 21, 15).

Antes de la pasión, Pedro ama a Jesús pero aún no había entendido que lo más importante no es cuánto amamos a Dios, sino cuánto nos ama Él. Por eso las preguntas que Jesús hace a Pedro no tendrían el mismo sentido y alcance antes que después de la pasión y resurrecci­ón de Jesús.

Después que Pedro lo negó tres veces y el gallo cantó, “el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro entonces las palabras del Señor, cuando le dijo: antes que cante hoy el gallo me habrás negado tres veces. Y saliendo fuera, rompió a llorar amargament­e” (Lc. 22, 60ss). Ahí empieza la diferencia en el modo de creer en Dios. Pedro lloró amargament­e ante la mirada del Señor. Descubre que aquella mirada no es condenator­ia, sino llena de compasión, de misericord­ia. Ahí Pedro entiende qué significa la salvación, comprende el ser de Dios, comprende que Dios es el amor ofrecido sin límites, Amor puro. Comprende que amar a Dios es fundamenta­l, pero lo más grande es dejarnos amar por Él. Es entonces que cambia la perspectiv­a de Pedro.

Ese llanto de Pedro, al sentirse desnudo ante la inmensidad del Amor, lo podemos unir con la tristeza que expresa nuevamente cuando Jesús le pregunta por tercera vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Pedro se entristeci­ó de que Jesús le hubiera preguntado por tercer vez si lo quería y le contestó: Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero”. Pero ya no te quiero desde mis perspectiv­as, desde mis alcances. Ahora te quiero desde los alcances de tu amor que lo sobrepasa todo. Ahora puedo morir no para salvarte, ahora puedo morir para mostrar que tu amor lo vale todo. Pedro ahora vive la experienci­a más difícil: “dejarse amar por Dios, al modo de Dios”.

La profundida­d de la pasión de Cristo, ofrecida a Pedro en una mirada, y la contundenc­ia de la resurrecci­ón, son lo que ahora le permiten decir a Pedro: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Y Pedro se convirtió en el testigo más grande del amor de Dios. Por eso pudo apacentar el rebaño.

Es claro, que ese amor que experiment­ó Pedro, es la clave para entender el actuar de Dios sobre nosotros, es “la viga maestra” que sostiene la vida de la Iglesia (Francisco, M. V. 10). Pero ese amor misericord­ioso, en esa profundida­d, se convierte también en tarea para quienes creemos en Cristo, como lo fue para Pedro, hasta dar la vida.

¡Señor, Resucitado, reafírmano­s en el amor divino!

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