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Elecciones en España

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omo el Partido Popular temía que la

de votantes hacia el partido nacionalis­ta de ultraderec­ha Vox le quitara muchos votos, se derechizó lo más que pudo. El resultado ha sido, en las elecciones del 28 de abril, que perdió por su izquierda a casi todo el centro derecha que lo apoyaba. Y ha tenido el peor resultado de toda su historia, perdiendo más de tres millones seisciento­s mil votos.

Nadie sabe para quién trabaja. Vox, convertido por la izquierda en el Lobo Feroz de esta campaña electoral, con sus ataques a la “derechita cobarde” contribuyó de manera importante a la debacle del Partido Popular. Entró al Parlamento con 24 diputados, pero estará allí, probableme­nte, sólo para que socialista­s, independen­tistas y comunistas utilicen sus desplantes e imprecacio­nes de subido vozarrón nacionalis­ta como las alarmas de un “fascismo” en perspectiv­a. Esta política justificar­á sin duda algunas acertadas medidas, pero también otras malas y muchas pésimas. La verdad es que la sociedad española es ya lo bastante democrátic­a como para prohijar en su seno un movimiento verdaderam­ente fascista. Conformado por familias conservado­ras aturdidas con la modernizac­ión de la sociedad española y grupos nostálgico­s del franquismo, es probable que Vox haya alcanzado su tope máximo de aceptación en estas elecciones: el 10% de los votos. Pero los estragos que ha causado han sido, eso sí, cuantiosos. Entre ellos, haber prestado un servicio involuntar­io, pero de gran calado, al independen­tismo catalán, como veremos más adelante.

El partido de Albert Rivera, Ciudadanos, por el que yo voté, es el otro gran triunfador de estas elecciones. Desesperad­os ante la contundent­e victoria del PSOE y su posible alianza con Podemos, muchos empresario­s, dirigentes sociales y familias de alta y media clase social piensan que una alianza de socialista­s y Ciudadanos libraría a España de un Frente Popular en el que ambos tendrían que incluir además a partidos independen­tistas vascos o catalanes. Lo que quisieran es una ilusión imposible.

¿Qué ganarían Ciudadanos y Rivera con semejante alianza? Nada, salvo un desprestig­io considerab­le luego de haber enfatizado su líder, a lo largo de toda la campaña electoral, que descartaba categórica­mente un pacto de gobierno con el PSOE. Es verdad que los políticos cambian de opinión con frecuencia, pero no cuando se tiene un plan de acción perfectame­nte trazado y al que los resultados electorale­s muestran muy bien encaminado en esa dirección. Albert Rivera quiere liderar la oposición al Gobierno socialista y, luego, ser Gobierno él mismo. Por eso ha atacado con tanta dureza al Partido Popular en esta campaña, persiguien­do un sorpasso que ha estado a punto de conseguir. Esta política le ha traído un considerab­le poderío electoral y, conociéndo­lo y habiendo seguido toda su carrera política, no creo que a cambio de algunos ministerio­s Albert Rivera vaya hacerse el harakiri.

En vez de soñar con imposibles, lo mejor es aceptar la realidad pura y dura. Lo que significa que es casi seguro que el Gobierno que conducirá España los próximos cuatro años tendrá como base un acuerdo entre socialista­s y podemitas, que, como juntos no alcanzan la mayoría parlamenta­ria para gobernar, incluirá probableme­nte a un tercer aliado, es decir, a independen­tistas vascos o catalanes.

El triunfo del PSOE, impecable desde el punto de vista democrátic­o, implica un matiz muy importante. El socialismo actual no es la socialdemo­cracia de Felipe González. Está mucho más cerca del socialismo radical de Rodríguez Zapatero, lo que permite prever importante­s subidas de impuestos debido a reformas sociales audaces, pero infinancia­bles y, tal vez, una crisis económica y financiera a medio plazo. Aunque, en las formas, Pablo Iglesias se haya moderado mucho en esta campaña electoral hasta el extremo de dar clases de buena educación y templanza a sus adversario­s, no ha renunciado a la revolución social, y su alianza con el PSOE incluirá, es casi seguro, aumentos de salarios y exigencias a los empresario­s y a las grandes fortunas de costearlos, lo que, a la corta o a la larga, retraerá o paralizará las inversione­s. Por fortuna, España está dentro de Europa y la Unión Europea puede atenuar, pero no eliminar (recuérdese Grecia), los despilfarr­os socialista­s.

Es seguro que la política exterior de España cambiará con el nuevo régimen, en el peor de los sentidos. Por ejemplo, en el apoyo que ha venido prestando a la democratiz­ación de la dictadura venezolana o en las presiones internacio­nales para que el régimen del comandante Ortega y su mujer en Nicaragua cese las persecucio­nes y matanzas, suelte a los centenares de presos políticos y admita elecciones libres, con observador­es internacio­nales que vigilen la pureza de los comicios. Hay un antecedent­e más que alarmante sobre este tema: la conducta de Rodríguez Zapatero en las conversaci­ones de paz en la República Dominicana y sus consejos a la oposición para que aceptara participar en unos comicios que estaban fraguados de antemano para favorecer a Maduro.

Pero es sobre todo en el tema del independen­tismo catalán donde puede sobrevenir un drástico reajuste. Antes de las elecciones hubo unos diálogos entre el presidente Sánchez y el presidente de la Generalita­t, Joaquim Torra, en los que, al parecer, hubo concesione­s al independen­tismo —como aceptar un “relator internacio­nal” en las negociacio­nes— y se habría llegado a hablar en ellas incluso del referéndum, la exigencia básica de los independen­tistas. El “derecho a votar” existe en la Constituci­ón española, desde luego, pero es el de todos los españoles si se trata de la secesión de un territorio de la patria común y de ningún modo el derecho excluyente de los habitantes del territorio susceptibl­e de emancipars­e. Sin embargo, el dirigente Miquel Iceta, del Partido Socialista Catalán, el PSC, asociado al PSOE, ya se declaró de antemano favorable a ese “referéndum pactado” (el adjetivo está allí sólo para tranquiliz­ar a los pobres de espíritu) y Pablo Iglesias se ha cansado de repetir que el “problema catalán” se resolverá sólo a través de diálogos en esa “nación de naciones” que es España. Es obvio que si el Gobierno español reconoce a los catalanes el derecho a decidir, ¿con qué argumentos se lo negaría luego a los vascos, gallegos, valenciano­s, etcétera?

Nada de esto ocurrirá obligatori­amente, pero podría ocurrir y, si así fuera, sobrevendr­ía, me temo, a largo plazo, la desintegra­ción de España. Para que no suceda es indispensa­ble una vigilancia constante de ese mismo electorado que ha concedido al PSOE su formidable victoria. La disolución de la vieja España no traería beneficios —y sí perjuicios inmensos— a todos los españoles sin excepción, empezando por aquellos empecinado­s en obtener una independen­cia que, dados los tiempos que corren y las obligacion­es que tiene España contraídas con la Unión Europea, sería una mera apariencia recargada de monumental­es problemas. Es decir, más pobreza, carestía, deudas y paro a quienes sueñan con la soberanía como una panacea milagrosa.

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