¿Qué más puedo hacer por mi viña?
XXVII domingo del tiempo ordinario
Hace quince días el Señor, en el evangelio, nos hizo una invitación: “Vengan también ustedes a trabajar a mi viña”. Y, el domingo pasado, a través de la parábola de los dos hijos, nos hizo ver cómo algunos dijeron que sí iban y no fueron, mientras otros dijeron que no, pero sí fueron. Mas el resultado aparece, hoy, tanto en la palabra de Dios, como en la realidad que estamos viviendo: “Él esperaba que su viña diera buenas uvas, pero la viña dio uvas agrias” (Is. 5).
En la historia de nuestra fe, como historia de salvación, se entrelazan la santidad, es decir, la grandeza del amor divino y nuestro pecado, nuestras infidelidades. La grandeza de un Dios que nunca deja de creer y esperar en nosotros y nuestras continuas caídas y faltas de fe (Cfr. Benedicto XVI, Porta Fidie). Ante esta historia, donde los frutos de la viña no son siempre los esperados, Dios no deja de preguntarse: ¿qué más puedo hacer por mi viña, que yo no lo hiciera?” (Is. 5, 3).
Después de la creación del ser humano, Dios vio todo lo que había hecho y era muy bueno (Gn. 1, 31). Le hizo libre, le dio inteligencia, voluntad y una enorme capacidad para amar. Dios quería que nos amaramos y que cuidáramos la casa que nos dio, el mundo. Pero hoy nos dice que mientras Él esperaba que su viña diera buenas uvas, ésta dio uvas agrias. Es duro escuchar esto, pero es más duro comprobar que la palabra de Dios tiene razón: efectivamente, hoy advertimos el crecimiento desmedido y desordenado de lugares insalubres para vivir. No sólo emisiones tóxicas, caos urbano, contaminación ambiental, visual y acústica (cfr. Francisco, Laudato sí, n. 43), sino también y, sobre todo, una densa contaminación emocional que ha provocado una violencia generalizada y una irresponsabilidad, como nunca.
Por eso, la pregunta del Señor: “¿Qué más puedo hacer por mi viña, que yo no lo hiciera?”. Trabajar por la viña del Señor, que es nuestra casa, la casa de todos, exige, hoy más que nunca, una profunda humildad, capaz de doblegar la soberbia de quienes pensamos que tenemos la solución a todo. Para que la viña funcione, necesitamos, además de nuestra capacidad y buena voluntad, también la protección de la muralla de la ayuda divina (cfr. San Ambrosio). Si tenemos en cuenta la complejidad de las crisis humanitarias que estamos viviendo y sus múltiples causas, “debemos reconocer que las soluciones no pueden llegar desde un único modo de interpretar y transformar la realidad” (Francisco, Laudato sí, n. 63). La realidad es muy rica, encierra una diversidad cultural, científica, técnica, ambiental y geográfica. Se viste de una riqueza interior y espiritual en cada persona. Y frente a ella, los creyentes encontramos en el evangelio grandes motivaciones para empeñarnos a cuidar la naturaleza, los hermanos y hermanas, especialmente a los más frágiles.
Al dueño cómo le encantaría visitar su viña y descubrir que “la vida de cada persona no se pierde en un desesperante caos, en un mundo sumergido por la pura causalidad o por ciclos que se repiten sin sentido”, ni que son sometidas arbitrariamente a mentalidades reduccionistas de unos cuantos que se sienten dueños de la realidad (Francisco, Laudato sí, n. 65).
En definitiva, hoy la palabra de Dios nos presenta una parábola que nos recuerda una gran responsabilidad ante la cual salimos a deber tanto. Dice el Papa Benedicto XVI: “el Señor habla también con nosotros y de nosotros. –Y agrega- Si abrimos los ojos, todo lo que se dice ¿no es de hecho una descripción de nuestro presente?”.
Esta parábola es totalmente vigente, pues retoma un matiz especial del pecado: querer apoderarnos de lo de Dios, pero sin Dios. Desconociendo a Dios, el hombre actual sigue empeñado en tener enormes logros materiales, pero no siempre humanos, pues lo material sin Dios siempre deshumaniza.
Señor, ayúdanos a apreciar y procurar los buenos frutos, como lo sugiere San Pablo: lo verdadero y noble, lo justo y lo puro, lo amable y honroso, todo lo que sea virtud y merezca elogio (Flp. 4, 7-9).