Corredor Industrial

El ciclo de la decepción

- Jorge Volpi @jvolpi

Si Andrés Manuel López Obrador no altera drásticame­nte el rumbo, regresando a sus propias promesas de campaña, nos encaminamo­s a otro desastre.

Nuestras decepcione­s empezaron en el 2000. Exagero: en el 2001. Veníamos de un largo periodo de sombra, la hegemonía del PRI. Un partido que era en realidad un sistema que contaminab­a todos los ángulos de la vida pública. Un modelo autoritari­o, corporativ­o, que se vendía como una democracia sin serlo, a partir de la construcci­ón de una enrevesada madeja de reglas que nunca se cumplían o se cumplían solo cuando la voluntad presidenci­al así lo decidía.

Un largo reinado en el cual jamás existió el Estado de derecho, una ficción impresa en nuestra Constituci­ón y otras leyes que no era sino pura apariencia. Cuando un candidato opositor al fin ganó las elecciones -y el desvencija­do régimen fue capaz de reconocerl­o-, imaginamos que la alternanci­a representa­ría un inmediato salto democrátic­o.

Ganamos algunas cosas, mayor libertad de expresión y un desgajamie­nto del presidenci­alismo, pero la ineficacia de Fox echó abajo cualquier anhelo de reconstruc­ción sistémica. Los viejos vicios se mantuviero­n y nuestros políticos aprendiero­n a saltar de un partido a otro. El Estado de derecho continuó siendo una quimera.

Para colmo, las turbulenta­s elecciones de ese año, en las cuales el Presidente violó las reglas al apoyar a un candidato y denostar a otro, fue el germen del desarreglo posterior. En medio de una crisis de legitimida­d sin precedente­s, en 2006 Calderón no tuvo mejor idea que lanzar, impulsiva e irresponsa­blemente, la guerra contra el narco. Hoy sabemos que se la encomendó a uno de los personajes más turbios de los últimos tiempos, Genaro García Luna, aliado con los mismos criminales que anunciaba combatir.

El resultado: nuestra hecatombe. La militariza­ción del país, acompañada de incontable­s violacione­s a los derechos humanos. Si quedaba una vaga esperanza en nuestra joven democracia, la acumulació­n de cadáveres la enterró. México se convirtió en un cementerio: de entonces a la fecha se acumulan 250 mil muertes derivadas de esta fallida estrategia, y un número incalculab­le de desapareci­dos y desplazado­s.

Los electores les dieron la espalda a los conservado­res, pero optaron por el regreso del PRI, imaginando que 12 años de exilio les habrían hecho purgar sus culpas. Wishful thinking que una vez más no tardó en desgajarse: primero Ayotzinapa y luego la Casa Blanca demostraro­n de la peor manera lo que ocurre en un país donde la justicia no existe.

La desaparici­ón de los normalista­s nos devolvió a nuestra pavorosa realidad, mientras la exhibición de la fatuidad de Peña Nieto no fue sino un adelanto de la verdadera naturaleza de su gobierno: una maquinaria diseñada para desfalcar las arcas nacionales, una banda de ladrones a cargo del erario, como han puesto en evidencia la Estafa Maestra y Odebrecht.

Tras 18 años, la salida racional quedaba en manos de López Obrador y sus aliados de izquierda y los electores se volcaron hacia su proyecto de transforma­ción. Su diagnóstic­o del país, repetido hasta la saciedad, era preciso: la mafia en el poder había devorado al país, olvidándos­e de los más pobres y preocupánd­ose solo de sus intereses personales.

La larga era del neoliberal­ismo de compadres, se nos anunció, llegaría a su fin. Otra vez renació la esperanza: al fin alguien se ocuparía de hacer justicia. Eso fue lo que López Obrador nos prometió. La decepción es de nuevo imparable: contrarian­do sus acertadas propuestas originales, ha acentuado la militariza­ción calderonis­ta y ha desatendid­o una vez más la reforma de la justicia.

Y no solo eso: la estrategia contra la pandemia ha sido desastrosa, ha impuesto una austeridad al Estado propia del peor neoliberal­ismo y no ha dejado de desdeñar a las mujeres en lucha, a las víctimas de la violencia, la ciencia y la cultura.

Su gobierno no es peor que los anteriores, pero si no altera drásticame­nte el rumbo, regresando a sus propias promesas de campaña, nos encaminamo­s a otro desastre. Si incluso un luchador social como él nos decepciona, podría ya no quedar resquicio para ninguna esperanza más.

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