El ciclo de la decepción
Si Andrés Manuel López Obrador no altera drásticamente el rumbo, regresando a sus propias promesas de campaña, nos encaminamos a otro desastre.
Nuestras decepciones empezaron en el 2000. Exagero: en el 2001. Veníamos de un largo periodo de sombra, la hegemonía del PRI. Un partido que era en realidad un sistema que contaminaba todos los ángulos de la vida pública. Un modelo autoritario, corporativo, que se vendía como una democracia sin serlo, a partir de la construcción de una enrevesada madeja de reglas que nunca se cumplían o se cumplían solo cuando la voluntad presidencial así lo decidía.
Un largo reinado en el cual jamás existió el Estado de derecho, una ficción impresa en nuestra Constitución y otras leyes que no era sino pura apariencia. Cuando un candidato opositor al fin ganó las elecciones -y el desvencijado régimen fue capaz de reconocerlo-, imaginamos que la alternancia representaría un inmediato salto democrático.
Ganamos algunas cosas, mayor libertad de expresión y un desgajamiento del presidencialismo, pero la ineficacia de Fox echó abajo cualquier anhelo de reconstrucción sistémica. Los viejos vicios se mantuvieron y nuestros políticos aprendieron a saltar de un partido a otro. El Estado de derecho continuó siendo una quimera.
Para colmo, las turbulentas elecciones de ese año, en las cuales el Presidente violó las reglas al apoyar a un candidato y denostar a otro, fue el germen del desarreglo posterior. En medio de una crisis de legitimidad sin precedentes, en 2006 Calderón no tuvo mejor idea que lanzar, impulsiva e irresponsablemente, la guerra contra el narco. Hoy sabemos que se la encomendó a uno de los personajes más turbios de los últimos tiempos, Genaro García Luna, aliado con los mismos criminales que anunciaba combatir.
El resultado: nuestra hecatombe. La militarización del país, acompañada de incontables violaciones a los derechos humanos. Si quedaba una vaga esperanza en nuestra joven democracia, la acumulación de cadáveres la enterró. México se convirtió en un cementerio: de entonces a la fecha se acumulan 250 mil muertes derivadas de esta fallida estrategia, y un número incalculable de desaparecidos y desplazados.
Los electores les dieron la espalda a los conservadores, pero optaron por el regreso del PRI, imaginando que 12 años de exilio les habrían hecho purgar sus culpas. Wishful thinking que una vez más no tardó en desgajarse: primero Ayotzinapa y luego la Casa Blanca demostraron de la peor manera lo que ocurre en un país donde la justicia no existe.
La desaparición de los normalistas nos devolvió a nuestra pavorosa realidad, mientras la exhibición de la fatuidad de Peña Nieto no fue sino un adelanto de la verdadera naturaleza de su gobierno: una maquinaria diseñada para desfalcar las arcas nacionales, una banda de ladrones a cargo del erario, como han puesto en evidencia la Estafa Maestra y Odebrecht.
Tras 18 años, la salida racional quedaba en manos de López Obrador y sus aliados de izquierda y los electores se volcaron hacia su proyecto de transformación. Su diagnóstico del país, repetido hasta la saciedad, era preciso: la mafia en el poder había devorado al país, olvidándose de los más pobres y preocupándose solo de sus intereses personales.
La larga era del neoliberalismo de compadres, se nos anunció, llegaría a su fin. Otra vez renació la esperanza: al fin alguien se ocuparía de hacer justicia. Eso fue lo que López Obrador nos prometió. La decepción es de nuevo imparable: contrariando sus acertadas propuestas originales, ha acentuado la militarización calderonista y ha desatendido una vez más la reforma de la justicia.
Y no solo eso: la estrategia contra la pandemia ha sido desastrosa, ha impuesto una austeridad al Estado propia del peor neoliberalismo y no ha dejado de desdeñar a las mujeres en lucha, a las víctimas de la violencia, la ciencia y la cultura.
Su gobierno no es peor que los anteriores, pero si no altera drásticamente el rumbo, regresando a sus propias promesas de campaña, nos encaminamos a otro desastre. Si incluso un luchador social como él nos decepciona, podría ya no quedar resquicio para ninguna esperanza más.