Corredor Industrial

Sor Dina

- Catón

Don Chinguetas y doña Macalota asistieron a una fiesta, y el casquivano señor empinó el codo más de lo que aguantaba el resto de su humanidad. Así, se vio imposibili­tado de manejar de vuelta a casa. Para colmo doña Macalota no llevaba sus lentes, de modo que tampoco podía conducir. Decidieron entonces pasar la noche en un hotel cercano. El encargado de la recepción, empero, se negó a admitirlos. No traían equipaje, les dijo. Segurament­e no eran marido y mujer, y aquel era un hotel decente, no de paso. “¿Ya ves en qué lío nos has metido por emborracha­rte? -le reclamó doña Macalota, exasperada a su marido-. ¡Eres un ebrio irresponsa­ble!”. “¡La culpa la tienes tú, idiota! -rebufó con enojo don Chinguetas-. ¿Por qué no trajiste tus anteojos?”. “¡Bruto!” -le gritó doña Macalota. “¡Mentecata!” -ripostó don Chinguetas. “Tengan su llave -les dijo en ese punto el de la recepción-. Ya veo que son casados”... Generalmen­te el nombre se pronuncia “Damocles”. Otros, en cambio, hacen esdrújulo el apelativo y dicen “Dámocles”. Así lo registra el Padre Errandonea en su clásico “Diccionari­o del mundo clásico”. Ese tal Dámocles -Damocles- fue invitado a un banquete por Dionisio, gobernador de Siracusa, quien hizo poner sobre su cabeza una espada que en cualquier momento podía caer sobre él. Con eso quería mostrarle la fragilidad y contingenc­ia de las cosas humanas. Es de pensarse que Damocles -Dámocles- no disfrutó el convivio, sino antes bien las viandas se le indigestar­on por la amenaza del arma letal. Yo pienso que el coronaviru­s seguirá pendiendo sobre nosotros como aquella espada. Desde luego hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, y de seguro se encontrará la vacuna para prevenir el ominoso mal, pero entretanto el fementido bicho, o lo que sea, nos seguirá acechando. Yo, como la señora del Potrero, rezo para que no me vaya a picar ese animal. Aun así no desespero. Al mal tiempo le pongo buena cara y procuro hacer de esta ocasión una oportunida­d para apreciar más la vida que recibí sin merecerla, para estar más cerca de los míos, aunque sea desde lejos, y para mantenerme activo de espíritu y de cuerpo en medio de esta inactivida­d... Sor Dina, la ecónoma del convento, acostumbra­ba hacer una lista de sus pecados al ir a confesarse, pues era al mismo tiempo escrupulos­a de conciencia y flaca de memoria. Una tarde empezó a leer en el confesonar­io: “Tres kilos de papas; una caja de galletas; un litro de aceite.”. “¡Santo Dios! -se interrumpi­ó azorada-. ¡Le di mis pecados al hombre que nos surte la despensa!”... Sir Highrump, famoso explorador al servicio de la Real Sociedad Cartográfi­ca, llegó en compañía de su fiel criado Wellen Dowed a una remota isla en los Mares del Sur, donde la mano del hombre blanco jamás había puesto el pie. Ahí el gran aventurero conoció a una isleña parecida a las que Gauguin inmortaliz­ó con su pincel (usaba varios). La joven nativa tenía la inocencia del paraíso, de modo que se sorprendió bastante cuando el audaz explorador se presentó ante ella in puris naturabili­s, esto es decir sin vestimenta alguna. Con su candor angélico le preguntó qué era aquello que tenía y que no tenía ella. “Solamente yo tengo esa parte -le dijo el aventurero-. Ningún otro hombre más que yo la tiene en estas islas ni en otra parte alguna del Imperio de Su Majestad Británica”. Días después la ingenua isleña le reclamó a sir Highrump: “Me dijiste que nada más tú tienes esa parte, y descubrí que también la tiene Wellen Dowed”. Tosió el explorador y contestó: “Es que yo tengo dos, y le presté una a Wellen”. Replicó la muchacha: “Pues eres un tonto. Le prestaste la mejor”. FIN.

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