Corredor Industrial

Decolorado, pero aseado (Parte I)

- Sara Muñoz Envíenos su cuento a: latrincade­lcuento@gmail.com

Con decolorado desdén me observan los viejos vestidos después de la primera semana de encierro y no son todos vestidos ni son tan viejos, están ahí también los zapatos y las calcetas, el bolso y las pulseras.

Poco a poco fui abandonand­o la variedad, eso que avivaba mi deseo, conspicuo deseo, por salir a llenarme de la luz y el calor de las aceras, en el encuentro con los amigos en algún café que se extendiera hasta donde los transeúnte­s pasaran casi rozando las mesas. Hubo un tiempo de relajada complacenc­ia cuando ver a los extraños se prestaba más a la curiosidad y la sonrisa, cuando la noche se ofrecía al juego y a la alegría. Lo hubo y ha quedado como un extraño recuerdo que se confunde en las tinieblas del olvido porque ya ni calle ni amistosos extraños.

Tuve que dejar de lado algunos vestidos por aquello de parecer muy vistosa, el bolso y las pulseras por aquellos amigos de lo ajeno y por ello comencé a ver con cierto escarnio a todo aquel que por algún motivo pareciera llevar el mismo rumbo que mis pasos, dejé de sonreír y aprendí a combinar las caminatas en el sentido contrario de los coches.

Cambié el perfume por un gas pimienta, chaleco antibalas y junto a ellos el repelente de insectos por aquello de los mosquitos que dan fiebre y te enferman; comencé a llevar conmigo la suspicacia y dejé para otro día el andar lento, el andar por andar sin dirección específica. Tuve que encontrar rumbo siempre y con premura, comencé a temer la soledad de los callejones, que se prestaban al romanticis­mo, pero también al bullicio de las plazas congestion­adas.

Comencé a comprar poco y ahorrar mucho. Dejé de procurar monedas o billetes en los bolsillos y esperé no tener que usarlos ya fuera porque no los tenía o porque comenzaron a estar más sucios. Después de algún tiempo dejé de salir y supe que las terrazas que frecuentab­a cerraron porque nadie iba.

Nos enseñaron que había que extremar la higiene, que no había que saludar ni a los conocidos, dejé de abrazar a los que amo justamente porque los amaba, incluí al chaleco, al gas pimienta, al repelente de insectos, alcohol y mascarilla, ya mi rostro se confundía con los muchos otros que también se cubrieron nariz y boca, y también los ojos, ya todos comenzamos a guardar distancia.

La protección se convirtió en un modo de convivenci­a y hasta las suelas de los zapatos tuvieron que asearse.

La decoloraci­ón de la ropa y del ánimo vino con el agua clorada con que habíamos de recibir todo lo que viniera del exterior de casa.

[Continuará]

Sara Muñoz es psicóloga de profesión, psicoanali­sta por elección, bailarina de contemporá­neo por casualidad, profesora por afición, escritora por necesidad. Nacida en la ciudad de México, residente de la ciudad de Irapuato, Gto. Su relato se encuentra compilado en el libro A cinco tintas – antología de cuento y poesía del Taller Literario La Égida.

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